Ésta de hoy siempre ha sido una noche de misterio y de muertos, de cuentos contados a la luz de la lumbre para meter miedo, la noche del mano a mano entre don Juan y el Comendador... Ni Hallowen ni porras, ésta es nuestra noche, disfrutémosla como lo hacíamos antaño:

El brigada Peciña se derrumbó sobre un montón de sacos cuando ya amanecía, hacia las ocho o las nueve de la mañana, con la moral carcomida por el agotamiento y la decepción, con la ropa blanca de sanitario manchada de sangre y el uniforme sudado hasta el hedor. A sus años, con cuatro misiones internacionales sobre las espaldas y orgulloso como estaba de ser legionario, el amargo gusto de la derrota le agarrotó la garganta y a punto estuvo de hacerle brotar las lágrimas.

El comandante cirujano salió de la tienda  que hacía de quirófano en el campamento, haciendo crujir la escarcha bajo los escarpines que alguna vez fueron estériles, como él bañado en sudor y sangre y con los ojos rojos tras catorce horas luchando con la muerte. No dijo nada. Se sentó junto a Ponce y le pasó el brazo por los hombros.

—No se derrumbe, brigada, no se me venga abajo. Ya sabe de que va. En una maternidad de hospital comarcal en España hubiéramos resuelto esto en dos horas. Pero aquí, en Kosovo… en medio del monte… Pobre chica. Pobre niño. Pobre padre…

La madrugada balcánica empezaba a iluminar a un grupito de personas, con uniformes procedentes de catorce guerras distintas. Algunos, hombres viejos y barbudos, consolaban a un inconsolable joven, de quizás veintidós o veinticuatro años, que lloraba sin rubor ni disimulo. Una vieja estaba sentada sobre un cajón vacío de munición. De repente uno de los hombres se volvió hacia la vieja y le dirigió unas palabras airadas. Los otros también empezaron a increpar a la anciana. Otro tomó al joven por los hombros e intentó llevárselo, pero el chico, de cabellos rubios, lacios y revueltos, casi imberbe, también gritaba y señalaba con el dedo a la mujer. La mujer respondía con su voz cascada y amenazaba a los hombres con una mano sarmentosa y reseca. La cosa subía de tono, así que el comandante y el brigada Peciña empezaron a alarmarse y se pusieron en pie.

Uno de los legionarios de guardia salió de entre la niebla alertado por el tumulto. Uno del grupo gritaba a la vieja con una pistola en la mano. El legionario gritaba algo en serbio o en albanés, pensó Peciña, que tenía la impresión de estar soñando lo que veía en aquella mañana gris, fría y húmeda, fantasmal del invierno en Kosovo. Otro legionario apareció con el fusil encarado y el comandante cirujano empezó a tirar del brazo de Peciña. Vamos, Peciña, vámonos, cojones, que al final se va a liar, le decía, pero el brigada, abotagado por el cansancio y el frío, parecía hipnotizado por la trifulca y se preguntó de dónde salían los destellos que lanzaban los cañones de las armas, porque no se veía el sol por ningún lado.

Como empezó terminó el lío. El joven lloroso, acompañado por su grupo se alejó seguido por los soldados. La mujeruca se puso en pie y comenzó a caminar cansinamente entre la niebla, arrebujada en una manta de lana y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Pasó junto a Peciña y el comandante, y agitó el dedo enérgicamente ante sus rostros sin detenerse, con su voz rota e irritante iba diciendo algo en voz alta. Al principio creyeron que estaba enfadada por algo, quizás les reprochaba no haber hecho todo lo posible por salvar a la chica y a su hijo, por los que habían luchado durante catorce horas interminables. Pero el brigada vio algo que no esperaba en los ojos claros de la anciana: desorbitados, azules, casi desprovistos de pestañas,  despavoridos, aquellos ojos sólo reflejaban el terror en estado puro.

Peciña sólo durmió cuatro horas. Cuatro horas de sueño profundo pero nada reparador. Casi se diría que el sueño le había dejado más agotado que las catorce horas de trabajo extenuante. Durante esas cuatro horas había soñado con vientres abiertos, con fetos muertos, con sangre, con sangre que le anegaba la boca, la nariz, los oídos, con delantales manchados y guantes de látex, pero sobre todo, había soñado con unos ojos azules enloquecidos de miedo que le susurraban con voz tensa y apremiante cosas que él sabía eran una advertencia, un aviso de un peligro mortal, pero que él no entendía. Peciña preguntaba, en albanés y en serbio a los ojos, pero seguía sin entender lo que le decían y la angustia y el miedo iban, poco a poco, gangrenando su alma.

Se levantó, finalmente, porque las consultas iban a empezar en unos minutos. Una parte de su trabajo en la KFOR consistía en atender a la población civil a la que la guerra había dejado sin ningún tipo de asistencia sanitaria. También, decían los jefes, de esta forma se ganaban el favor de las partes en conflicto y evitaban incidentes desagradables con las bandas armadas. Se acercó a la cantina, más por la inercia de la costumbre que por apetito, y consiguió una taza de café caliente y unos churros congelados recalentados que el Ejército mandaba desde España. Se lo tomó todo de camino a la tienda. Pasaba de mediodía, pero la niebla era todavía más espesa que por la mañana y el sol ni estaba ni se le esperaba. Tembló de frío.

Un grupo de soldados estaba en la puerta de la tienda consultorio, entre ellos el coronel al mando de la base. También estaba la traductora, una chica joven llamada Janka. Había sido periodista y sabía idiomas, se defendía en castellano y dominaba el serbio y el albanés porque procedía de una familia mixta.

—Mi capitán –saludó Peciña y los demás le contestaron con un gesto. El brigada se sintió súbitamente interesado, la traductora hablaba del incidente de aquella mañana.

—… y dicen que vienen a por el cuerpo para evitar que se levante esta noche. Y que no deberían impedírselo porque es también por su seguridad.

—Encima con amenazas. Manda cojones –respondió el coronel. –Pues va a decirles que de ninguna manera, que el cuerpo se quedará aquí esta noche porque la chica ha muerto en una base española y que nosotros también tenemos que hacer nuestro papeleo. Que mañana se lo entregaremos al marido, y en cuanto a lo de nuestra seguridad, les va a decir que tomo nota –dijo con gesto desafiante –pero que nosotros también tenemos armas.

Janka negaba con la cabeza.

—No, no, no, señor –contestó –no les están amenazando, les están advirtiendo. No les van a atacar pero según sus creencias la mujer va a resucitar como un no—muerto e intentará atacar al marido, por haberla dejado morir, a ella y al niño. Coronel, yo comprendo su punto de vista, pero tiene que comprender el de ellos… para ellos es tan real como para usted las órdenes que recibe de la OTAN; esa mujer y su hijo murieron dando a luz y eso quiere decir que esta noche se levantará de su tumba e intentará llevarse a su marido al otro mundo con ellos. Esos de la puerta son los parientes del marido y sólo quieren protegerlo.

—Joder, qué pesados con las historias para no dormir –resopló furioso el coronel. –Mi abuela creía en meigas pero yo no. Usted es periodista, Janka, ¿se imagina los titulares en mi país? “Ritos satánicos en el contingente español en Kosovo. Con conocimiento y autorización del coronel al mando.” Que no, coño, que no. Que mucha murga con los monstruitos y con la madre que los parió, para monstruitos estamos nosotros; pero no trago. Ahora se queda la chica en nuestra morgue por mis cojones y sólo le entregaremos el cadáver al marido. ¿Dónde está el marido, a ver?

Janka parecía a punto de llorar.

—El marido ha huido al monte.

—Pues vaya valiente. ¿De qué tiene miedo?

—Ya se lo he dicho. De su esposa. Según sus leyendas la mujer intentará vengar su muerte esta noche. Buscará al viudo y se beberá su sangre hasta matarlo, para intentar devolver la vida al niño muerto. Oiga, son creencias milenarias, forman parte de la manera de ver el mundo de mi gente y yo tengo que explicárselas. La única forma de evitarlo es clavarle en el corazón a la mujer una estaca de hierro fundido, bendita por un monje ortodoxo y eso es lo que traen los hombres de la puerta.

—Mire, –respondió el militar –tengo demasiado trabajo intentando que los vivos no se maten entre ellos como para preocuparme de lo que hagan los muertos en sus ratos libres. Y es mi última palabra. Que le acompañen mis hombres mientras se lo explica a esa gente por si hay follón. A mí me ha jodido ya el día porque voy a tener que suspender mi viaje a Pristina. –Se volvió hacia uno de los soldados –Y esta noche guardia doble y en alerta. San Joderse tocaba hoy.

Y dándose media vuelta con irritación se volvió hacia su tienda a grandes trancos.

Janka pateó el suelo con impotencia, y lanzó un gruñido de rabia. Peciña vio que tenía los ojos arrasados de lágrimas.

Aquel día no quiso venir nadie a la consulta, al parecer la familia del chico había ido contando alguna historia a la gente de la comarca y no quisieron ni aparecer por allí, pero el brigada Peciña lo agradeció. Reunió al personal sanitario y los puso a hacer inventario de material quirúrgico, que ya hacía falta. El médico vagueaba por ahí y allá sin nada que hacer y el comandante cirujano sólo tuvo que ponerle dos puntos a un soldado que se había pillado una mano con el portón de un todoterreno. Fue un día tranquilo y después de una noche movidita Peciña disfrutó de un día tranquilo. Tranquilo y helado, porque la niebla espesa y pegajosa, casi grasienta, ocupaba el campamento y el valle vecino y, por lo que contaban, las patrullas, todo Kosovo. No se vio la luz del sol aquel día, y como era finales del otoño, se hizo de noche pronto.

Peciña se reunió con el comandante cirujano y éste, por fin, a última hora de la tarde lo mandó a cenar y le permitió retirarse a dormir. Me quedo a dormir en el quirófano, por si hace falta, dijo el comandante con un guiño, usted retírese a descansar que hoy se lo ha ganado, si le necesito ya le haré llamar.

Al volver a su tienda el brigada pasó por el quirófano de campaña y junto a él, el furgón frigorífico que hacía de morgue. Lo tenían por si algún soldado del contingente español resultaba muerto en alguna operación, para poder enviarlo de vuelta a casa en las mejores condiciones posibles.

Peciña se tumbó en el catre nervioso, a pesar del agotamiento, y en la oscuridad le pareció que en los límites de su campo visual se movían bultos sombríos, masas negras aún más negras que la oscuridad de la tienda de campaña. Intentó ignorarlas, enfadado porque no podía desprenderse de aquellos fantasmas que le acechaban. Necesitaba dormir y no podía porque sus propios pensamientos le asediaban, unos temores sin forma que se acurrucaban en el fondo de su mente esperando para saltar sobre ella en cuanto se quedara dormido. Se levantó, se metió una pastilla en la boca y la pasó con un trago de un botellín de agua mineral. Se volvió a meter entre las ásperas mantas militares y cerró los ojos.

No supo nunca si ya se había quedado dormido o si seguía despierto cuando vio los ojos azules de la vieja clavados en él, susurrando en aquel idioma, fuera cual fuera, que le resultaba familiar pero era incapaz de identificar. La vieja movía los labios lentamente, silabeando, y parpadeaba, y a cada agitar de sus párpados sin pestañas ondas negras se extendían en la negrura de las tinieblas en las que se veía sumergido.

Entonces volvió a ver el vientre abierto de la joven madre, de aquella bonita y triste muchacha que había entrado en el hospital de campaña la noche anterior, dolorida, pálida y casi inconsciente por la hemorragia. Pudo ver, como si flotara por encima, al comandante, a sí mismo y a un cabo auxiliar, todos con las batas blancas, los gorros quirúrgicos, los guantes, los delantales ensangrentados… el comandante abría con un bisturí el vientre hinchado y céreo de la chica que gritaba. Aquello no fue así… la anestesiaron antes de abrirla… pero aquella chica gritaba mientras la sangre salpicaba sus ropas. La chica abría mucho la boca y sus ojos, unos preciosos ojos verdes, grandes y rodeados por insanas ojeras grisáceas, pero ahora Peciña sólo veía dos pozos salpicados por la sangre. Y los dos pozos brotaron del cuerpo exangüe de la mujer, y bajo ellos se abrió una boca, pero no la boca lívida y oscura de aquella joven que durante catorce horas luchó por vivir y por que viviera su hijo aún no nacido, sino la boca roja, brillante y húmeda de un monstruo sediento de sangre.

Peciña se tapó el rostro con los brazos y todo fue oscuridad. Pero de la oscuridad llegaba un susurro, un suspiro que aumentaba gradualmente y que, poco a poco, fue transformándose en un cántico solemne y triste, de largos y enrevesados melismas, como los que había oído en los monasterios serbios de la región; la anciana caminaba, y tras ella un pope ortodoxo con una barra de hierro larga y delgada.

La vieja se detuvo mientras seguía salmodiando y señaló a Peciña y éste oyó, al mismo tiempo que la melodía obsesiva, pesada y deprimente, los mismos regaños que había oído por la mañana, cuando la anciana se marchaba del campamento, y su voz iba subiendo de tono, cada vez más perentoria, y sus ojos azules volvían a superponerse, y cada vez hablaba más rápido, y más alto, y cada vez los ojos parecían más airados, y el brigada se tapó los oídos con las manos, y no servía de nada porque aquella voz habitaba en su cabeza y la cara de la mujer se transformó en la cadavérica faz de la muerta que abría su boca para devorarle con un rugido horrísono, y Peciña sintió que lágrimas rodaban desde sus ojos y se derramaban, pero al tocar el suelo se transformaban en sangre.

Horrorizado, vio cómo la sangre formaba un riachuelo, y el riachuelo iba a parar a un bulto tumbado en la penumbra, con los miembros dislocados, caídos en posturas antinaturales. Peciña, movido por la curiosidad se acercó. Entonces se oyó un grito de mujer y el cuerpo tendido volvió su rostro hacia el brigada: los ojos eran nacarados, sin pupila, y el gesto, aunque el cuerpo se movía, era el de un muerto, y Peciña vio que el vientre estaba grotescamente abierto. La voz del comandante cirujano habló tras él, y dijo “lesiones incompatibles con la vida” pero entonces se dio cuenta de que el cuerpo abierto y el rostro eran, precisamente, los del comandante cirujano del campamento.

Vio otra vez a la vieja. En sus brazos yacía el cuerpo de la madre muerta y dentro del vientre de ésta, el niño que no había llegado a nacer. La vieja lloraba y aullaba, con una tristeza que desquició a Peciña. Y el aullido subió de tono y era cada vez más fuerte, y se transformó en un alarido, mientras la anciana volvía su rostro hacia el brigada y su boca se iba haciendo cada vez más grande, y más grande, y el horripilante grito se mezclaba con un chasquido metálico irregular y con el sonido de pasos…

… de pasos …

—¡Brigada, brigada…! –dijo la boca de la vieja —¡despierte, por el amor de Dios! ¿qué se ha tomado este hombre?

Peciña abrió los ojos y bizqueó. Sonó la misma voz, que ahora se escondía tras una luz brillante.

—Ya se ha despertado, joder… Brigada, levántese que estamos en alerta… No se despertaba usted y he preferido…

—Gracias… Sí, de acuerdo –Peciña se incorporó y por fin vio a un cabo, con el CETME en la mano y el barboquejo del casco calado bajo la barbilla. Le dolía la cabeza indeciblemente. —¿Nos atacan? –preguntó por fin.

—No, brigada… Acaban de encontrar muerto al comandante. Esos cabrones lo han destripado y han robado el cuerpo de la mujer, mecagoensuputavida. Me voy a hacer un llavero con sus huevos…

Peciña se levantó tambaleándose y se vistió como pudo. Todo el campamento era un avispero al que acababan de dar un palo. Los soldados se distribuían por los puestos de guardia, el coronel, con una camiseta de tirantes azul cielo y los pantalones de camuflaje, nada más, revisaba un mapa y ordenaba que se prepararan dos BMR para salir a patrullar por el perímetro del campamento. El capitán internista salió al encuentro de Peciña.

—Peciña, usted conmigo… —le dijo con toda la autoridad de la que fue capaz –He ordenado que le levanten porque es horroroso… Venga a ver el cuerpo.

—Han matado al comandante ¿no?

—Joder, matado. Ojalá sólo le hubieran matado. Estos hijos de puta están todavía por civilizar, ¿cómo se puede ser tan animal? ¿cómo se puede ser tan bestia y tan cabrón? ¿cómo pueden ensañarse tanto con un ser humano que no había hecho más que ayudarles?

Se habían ido acercando hasta la tienda quirófano. Dos legionarios montaban guardia con uniforme de combate completo y cara de pocos amigos. El brigada no estaba seguro de si les dejarían pasar, a pesar de su rango, pero abrieron la puerta del quirófano antes de que hubiera que decirles nada.

Allí, bajo la mesa de operaciones estaba el cuerpo del comandante, un bulto entre sombras, con los miembros dislocados, en posturas antinaturales y el torso abierto, mientras un hilo de sangre corría hacia las botas del brigada Peciña…

Durante toda la noche los legionarios hicieron guardia y patrullaron. Se acercaron en una columna fuertemente armada y reforzada con un contingente norteamericano hasta el cercano pueblo, pero estaba desierto. Abandonado súbitamente por sus habitantes.

Cuando el sol salió por fin, en el camino que llevaba a la puerta del campamento vieron a una vieja de ojos azules sentada en una roca. A sus pies, un muchacho joven, de cabellos rubios desordenados yacía pálido como el alabastro, y rígido tras muchas horas muerto en el frío de la noche. La vieja no lloraba. No decía nada. No consiguieron que se moviera ni que soltara la mano yerta del cadáver. El brigada Peciña sabía bien quiénes eran, pero para entonces, iba en un convoy camino de Pristina y, desde allí, fue enviado a España con toda urgencia.

Peciña estuvo casi un año de baja por depresión. Y luego lo pasaron a la reserva. Cuando el antiguo brigada pidió una indemnización al Ministerio de Defensa por los daños psicológicos sufridos durante su servicio en Kosovo, cosa rara, le fue concedida íntegramente, sin regatear ni un céntimo y en menos de quince días. Luego, del brigada Peciña, y de su familia, no volvió a saberse nada más.

Algunos allegados dijeron que el Gobierno había comprado el silencio de Peciña sobre algo que no querían que se supiera, pero eso, como todo, no eran más que rumores sin fundamento y nunca nadie se molestó en aclararlo.

El hospital de campaña español fue abandonado a las pocas semanas, y reconstruido a unos cuantos kilómetros de distancia. Razones de seguridad, dijeron. Desde su nuevo emplazamiento siguieron trabajando durante el resto de la operación española en Kosovo. El contingente que había ocupado el viejo hospital regresó a España anticipadamente por diversos motivos, o fue disperso en otras áreas.

El pueblo junto a los restos del hospital español sigue desierto y ni albaneses ni serbios han vuelto a poner un pie en él.

Abelardo Martínez.

Un cuento de miedo

Publicado el

miércoles, 31 de octubre de 2012

1 Comment
Deka Black dijo...

Sin palabras me hallo, de verdad. Aunque diré algo. esto si que son monstruos y no otra cosa que yo me se.