Íbamos a por los malos. En la teoría el trabajo era tan fácil como pronunciar esa frase. «Vamos a por los malos». Sobre el terreno, la cosa cambiaba sustancialmente. Nuestro enfoque era de lo más heterodoxo. Éramos una banda de polis, federales, tipos duros, marrulleros y criminales «arrepentidos» intentando limpiar la ciudad con los mismos métodos de los gánsteres. Nosotros teníamos que regirnos por un intangible, como la venganza, la justicia, la integridad o la envidia, mientras que nuestros adversarios eran fríos empresarios con licencia para matar. Ellos solo entendían de dinero, contante y sonante. Fácil.

El trabajo más habitual eran las redadas. Corrían los años de la Prohibición y sabíamos que el alcohol llevaba al dinero, y el dinero a todo lo demás. Irrumpíamos en las destilerías, en los bares clandestinos, en los casinos ilegales, las casas de apuestas y los prostíbulos, así como cualquier punto de distribución de alcohol. Cada barril vertido a la alcantarilla era una pequeña victoria; cada cargamento de botellas requisado, también. Y de pequeña victoria en pequeña victoria, O’Hara estaba convencido de que daríamos con una grande. Bueno, y si de paso nos quedábamos algunas botellas para trapichear, tanto mejor. Las redadas acabaron siendo una de nuestras principales fuentes de financiación, casi hasta finales de los años 40.

Todo llevaba emparejado una fina labor de vigilancia, espionaje y seguimientos. Nos dimos cuenta de que una buena base de información nos ahorraría muchos problemas antes de asaltar el piso equivocado. Muchas veces, nos pasábamos horas en un coche, o en una esquina bajo la lluvia. Teníamos que seguir a los correos, a los recaderos y, a veces, a los peces gordos. Era aburrido, pero al final compensaba. Ahí nos vino bien Joe Stazzaro, un italiano que había visto cómo los de Zanebono habían dejado lisiado a su padre por unas deudas, obligándolo a trabajar desde los diez años para mantener a su madre y tres hermanas pequeñas. El pequeñín, que no había crecido demasiado desde los quince, pasaba muy desapercibido en Little Italy y fue quien nos brindó las mejores oportunidades.

Pero a medida que progresábamos, los mafiosos recrudecían sus métodos. Apenas quedaban irlandeses en el panorama que pudieran echarnos una mano por eso del enemigo de mi enemigo, así que tuvimos que adaptarnos a la creciente hostilidad. Y no me refiero solo al armamento, que ya pasaba de los .38 y las 9 mm con creces, sino a los propios métodos. Empezamos a experimentar con el sabotaje cuando queríamos agitar al avispero (bendita dinamita), pero nada como la extorsión directa a los escalafones más bajos de las organizaciones criminales. Si jodías a los distribuidores, a los corredores y a los proxenetas, jodías todo el tinglado. Llegó un momento que a los italianos les costaba encontrar sustitutos a los empleados que perdían. También flirteamos con el chantaje y la intimidación (a veces a las familias de los matones, como ellos hacían con las nuestras). Seguimientos, amagos de sacar las Tommies por las ventanas de los coches en marcha, y cosas así. Ojo por ojo. Una vez, incluso me comentaron que los chicos de Ray Doherty secuestraron a un capo de la organización de Benedetto Santino y lo utilizaron para intercambiarlo por la hija de un senador que había sido «seducida» por un chulo muy apuesto. Matábamos, secuestrábamos, torturábamos… Cada una de nuestras acciones era un monumento a la máxima de que el fin justifica los medios. ¿Y sabéis qué? Nunca he tenido el menor problema para dormir.

Omar El Kashef, de 18ª Enmienda [título provisional]

El sueño bien, gracias

Publicado el

viernes, 25 de enero de 2013

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