[...] Aquella noche nadie habló. Cenamos pronto y nos miramos mucho, como si un presentimiento recorriese el campamento de lado a lado. El viejo y los otros dos porteadores se encontraban cerca de las mulas y los carros, taciturnos, con un miedo que resultaba palpable a través de sus miradas. Las advertencias de la noche pasada habían sido tomadas en serio por el resto de los porteadores, y en verdad, Ignati, que no era para menos, yo también sentí aquel extraño desasosiego, y también el oficial Sliunkov, y el propio capitán.

Nos retiramos a nuestras tiendas cabizbajos, dejando de guardia a dos hombres como había ordenado Fedoséiev. Por primera vez en tanto tiempo como habíamos pasado en los parajes desérticos y vírgenes de nuestra amada patria, el capitán había mandado hacer la guardia a dos hombres, y nunca unos guardias aferraron con tanta fuerza sus rifles.

Nos despertaron los gritos de Yuri Bóndarev, mientras Chéjov examinaba los cuerpos retorcidos de los vigías. El viejo porteador y otro, el más joven, habían desaparecido con sus pertenencias y un par de mulas, sin que apenas quedara rastro de ellos. El viento ululaba fríamente mientras sesgaba la superficie violácea de la nieve, iluminada por la luna y por la luminiscencia que seguía surgiendo de la hondonada. Los dos vigías, como te decía, estaban retorcidos, en su sitio, sí, pero como si la esencia que nos hace parecer vivos los hubiera abandonado mientras ejecutaban las órdenes del capitán. Estaban resecos, apenas eran unos huesos enfundados en sus uniformes de faena, bajo los abrigos; las manos seguían aferrando los rifles como viejos guerreros que han muerto y que velan por la seguridad de los que fueran sus amos, desde el otro mundo.

Aquella visión me paralizó sobremanera, nunca había visto nada parecido, ni por mucho que traté de hacerlo pude imaginar lo que actuó de aquella forma sobre ellos. Un ruido, como un siseo profundo nos devolvió parte de la serenidad perdida, y sé bien lo que me digo. Chéjov dio un paso al frente, y antes de que pudiéramos hacer nada por evitarlo comenzó a caminar con dirección al meteorito. Bajaba lentamente, envuelto en las bolutas de nieve que levantaba el viento y entre la luz fantasmal que despedía la propia roca. Una tranquilidad como la que produce en el enfermo la morfina, nos embriagaba. Le vimos avanzar y comenzar a desaparecer mientras era engullido por aquella luz que ahora parecía producida por miles de bujías, radiante y majestuosa en intensidad. Durante un breve instante aquel cuerpo rotundo de nuestro médico se quedó quieto, para continuar después como si obedeciera a una fuerza que le llamaba desde el interior del bólido. Fue en aquel preciso momento cuando lo vi, o creí verlo: enhiesto, rígido, un cuerpo alto y huesudo, provisto de aristas y espinas, mitad hombre y mitad insecto surgió del interior de la piedra, plasmándose en mitad de la luz, como una sombra que se vuelve nítida, haciéndose visible donde la razón nos dice que no hay nada y donde los ojos ven una especie de mantis religiosa de dimensiones colosales, rodeada de apéndices y de extensiones de su propio cuerpo. Chéjov caminaba hacia él hasta que se derrumbó cayendo al suelo, como una marioneta a la que cortan los hilos. 

Bóndarev disparó dos veces su rifle, y puedo jurarte que acertó antes de que una brisa gélida nos envolviera para tragarnos en una ensoñación luminosa y fría como la muerte, mientras un profundo olor a azufre anegaba mis fosas nasales. Recuerdo poco de lo que ocurrió entonces, sólo sombras fantasmales contra un fondo iluminado que parecía vivo, como si miles de cuerpos luminiscentes se agitaran bajo una pantalla trasparente, como miriadas de arañas antes de salir de sus huevos sobre el abdomen de su progenitora. Un sonido lastimero surgía del decorado y llegaba atimbrado y agudo al interior de mi cabeza sin que pudiera llegar a discernir en ningún momento lo que decía. 

Tuve miedo, un miedo aterrador que me tenía paralizado a unos metros de donde se encontraba mi superior, mientras éramos engullidos por un marasmo de sensaciones delirantes y la sombra que teníamos delante se volvía clara para mirarnos desafiante con unos ojos que devoraban la luz y nuestros sentidos.

Aquella mirada, Ignati, aquella mirada debió ser la misma que sintió Nuestro Señor cuando sufrió las tentaciones en el desierto. La magnitud de su oscuridad no tiene reflejo en lo que conocemos, así como la sensación de gélida frialdad que me atenazó al sentirme observado por ella.

Atrek nos despertó. Él, y el otro porteador se habían distanciado hasta situarse detrás de las tiendas y los carromatos; lo suficiente como para evitar aquello que nos acarició el espíritu y que el porteador se empeñaba en llamar ragnarok como le había enseñado la noche anterior el viejo kurdo que ya había huído. Fedoséiev tenía todavía su arma en la mano, y la cara pálida, arrugada, y perlada por sudor, y los cabellos blancos donde hacía unos instantes eran castaños. Por la expresión de asombro y de miedo que se percibía en el porteador y el guía te diría que yo también debía aparentar la misma expresión de haber atravesado el infierno, no he tenido redaños para enfrentarme a un espejo.

Bóndarev yacía muerto, a nuestro lado, presentando las mismas características que Sajarov y Turgueniev, los dos vigías. Lo que fuera le había sorbido la esencia hasta convertirlo en un amasijo de huesos a los que la piel y la carne reseca se pegaban como un cuero viejo.

Ragnarok, ragnarok, balbuceaba el joven porteador mientras a duras penas se mantenía en su sitio. Atrek, más curtido, nos tomó de la mano hasta acercarnos a la hoguera, lejos de la zona en donde descansaba la roca y su contenido, ahora no me cabe la menor duda. Quietos, espectantes, allí estuvimos sin decir palabra las horas siguientes que nos llevaban hacia el amanecer. Atrek consiguió calmar al joven porteador, ordenándole faenas y actividades sencillas como preparar café o avivar el fuego. Ninguno fue capaz de articular palabra hasta que Fedoséiv se levantó y ordenó tajante que recogieramos los pertrechos y nos fuéramos.

Dejamos atrás la luminiscencia y la roca, y caminamos hasta llegar al punto donde el macizo se levanta. Allí, antes de continuar, Fedoséiev nos recomendó silencio sobre lo sucedido, por una razón que ahora comprendo y que en aquel momento no supe ver, animó a Atrek y al porteador a que nos acompañaran hasta el bosque de abedules que habíamos abandonado hacía un par de jornadas, con la promesa de que allí habrían de dejarnos sin contar a nadie nada de lo sucedido. Atrek, en persona llevaría una misiva al coronel del campo Neryngri, narrando hechos que salvaguardarían su seguridad y una más que previsible reticencia a dar por perdida la partida de trabajo. Atrek comprendió lo que se le decía, y aunque a regañadientes, prometió acompañarnos y cumplir las órdenes que le habían sido dadas. Avanzar nos resultó terriblemente difícil, me sentía cansado y frágil, como si las fuerzas me fueran abandonando poco a poco. Por el aspecto del capitán supe que a él le ocurría lo mismo. 

Al atardecer de aquella jornada, sin haber llegado siquiera a cubrir seis millas, Fedoséiev ordenó parar y anunció la partida al amanecer del guía y del portador que nos quedaba. No habíamos llegado a donde queríamos, pero tanto daba, lo leí en sus ojos; aquel hombre que nos había dirigido habilmente y en quien confiábamos, lo daba todo por perdido.

Sabes muy bien que soy hombre creyente, de profundas convicciones y que no he tenido nunca dudas sobre la existencia del demonio y sus acólitos, pero de mis creencias al hecho irrefutable que acababa de vivir existía un tránsito que se me hacía difícil de asimilar. Te consta mi tendencia perseverante a certificar los hechos y situaciones con que nos deleita y asusta lo que conocemos como realidad, y por ello te ruego me dispenses credibilidad suficiente si te digo que creí ver al demonio en persona en mitad de aquel sueño, y aquel recuerdo de la visión me trajo a la memoria las palabras que balbuceaba el porteador y compañero de Atrek: ragnarok, ragnarok. Ragnarok suponía el fin de los tiempos para los antiguos vikingos, su apocalípsis particular y mitológico; aquella palabra escandinava había sido mentada por el viejo porteador para definir lo que viajaba en el interior del meteorito como si se tratara de un antiguo conocido, y no me cabe, ahora, ninguna duda acerca de que aquel hombre sabía bien lo que decía. Por alguna extraña razón el kurdo-persa conocía de la existencia del visitante, no sé si por haber escuchado a su vez historias que le hacían referencia, o por haber visto con sus propios ojos algo similar a lo que nos había ocurrido. Lo cierto es que este pensamiento me transtornó al irse acrecentando en mi entendimiento la posibilidad de que visitantes como el que habíamos visto hubieran podido arribar a nuestro planeta durante toda su existencia; y ante el miedo, debo confesarlo, de que aún pudieran llegar más.

Hemos pasado las últimas horas en un profundo silencio, quietos, cerca de la hoguera que alumbra nuestro campamento. Fedoséiev no habla de ello, pero entiendo en su mirada que percibió lo mismo que yo, y que tal vez aquello no fuera un sueño, como lo sentimos. Tal vez, sólo tal vez, aquella extraña ensoñación fue una especie de viaje a través del espacio y del tiempo al mismísimo averno, y que las criaturas que vimos fueran ciertamente reales, ánimas apresadas a perpetuidad y veladas por aquel ser indescriptible y negro que se debatían por escapar.

Ahora sé que no llegaremos muy lejos, que el demonio que vimos vendrá a por nosotros de la misma manera que lo hizo con nuestros compañeros, que sólo nos ha dejado vivir un poco más, sin que llegue a entender la razón de tal actitud. Atrek también lo sabe y se muestra esquivo y precavido como si nuestra presencia fuera el eco lejano de la otra, de aquella que dejamos cerca del bólido, envuelta en luces y gritos. Como te decía al principio de esta misiva, su mente de hombre acostumbrado a los secretos de los desiertos le ayudó a entender con quién nos las teníamos que ver. A su buen juicio y precaución debe el mantenerse vivo, porque Fedoséiev y yo mismo ya estamos muertos.

De El Lobo Blanco y otras Historias.

Aquella noche

Publicado el

viernes, 23 de diciembre de 2011

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