Oscuridad,
océano de luz, de hielo. De fuego. 1992, suenan los primeros tambores
de guerra en el interior de las zonas desocupadas de los suburbanos. Dee
Newit (seudónimo con que firma sus artículos un joven corresponsal del
Washington Post en Los Ángeles) cubre las revueltas raciales acaecidas
tras la sentencia que exculpa a los agentes de policía que propinaron
una brutal paliza a Rodney King —la detención, ocurrida el año anterior,
había sido grabada por un videoaficionado pero no fue capaz de ablandar
el duro corazón blanco de la justicia americana—. Las calles angelinas
se han convertido en un abierto campo de batalla donde se enfrenta
blancos, negros e hispanos en una envolvente de violencia que parece no
tener fin. Herido fortuitamente por una bala en un hombro, el joven
corresponsal se recupera en una habitación de la tercera planta del
Northridge Hospital cuando decide estirar las piernas. El paseo —sin
duda también su instinto periodístico—, le lleva hasta la zona de
urgencias donde pretende localizar a quien quiera aportar algún dato
interesante sobre lo que está sucediendo afuera. Mientras lo encuentra,
permanece sumergido en el caudal anónimo que anega los pasillos sin
reparar en un hombre de mediana edad, afroamericano, de elevada estatura
y aspecto sucio, que avanza en su dirección y que a punto está de
llevarlo por delante de no evitarlo una fuerza invisible que suspende a
Newit en el aire y lo deposita mansamente a los pies de la pared.
Si en un primer momento el suceso parece no tener importancia (la medicación y su precario estado físico han podido provocar la alteración sensorial que ha experimentado), al día siguiente cobra un valor imprevisto cuando lee la escueta noticia donde se relata que el individuo en cuestión había sido localizado cadáver a primeras horas del día anterior en uno de los ramales más antiguos del metro. Más tarde, previo traslado provisional al Northridge, al menos doce personas testimoniarán haberlo visto abandonar por su propio pie la institución.
Newit fue uno de los testigos que no llegaron a hablar, pero el hecho vivido se convertiría en la pieza central de un extenso trabajo en el que invertiría tres años durante los cuales deambuló de una punta a otra de los EE.UU. investigando los fenómenos paranormales que surgen de los nichos sociales más degradados, y las ramificaciones civiles y gubernamentales que se interaccionan con ellos... hasta que le sobrevino la muerte en un accidente de tráfico en 1996.
Lástima que Dee Newit sea un producto de ficción, una simple pantalla de humo montada con bastante inteligencia aprovechando la veracidad del suceso (aparece reflejado de forma novelada en «The Wonder», con cuyo texto inicial abríamos este libro, y se muestra como ejemplo en algunos tomos de medicina). El seudónimo fue utilizado por un grupo de activistas que fue desarticulado por el FBI en 1997, y que durante los cinco años anteriores había denunciado la vigencia del programa MKUltra (CIA) a través de la denominada «Sección 916». Sobre la importancia de su labor baste decir que numerosos extractos de la inexistente obra «916 Confidential» —incluso capítulos enteros— circularon y se hicieron habituales en la literatura marginal, llegando a formar parte de la bibliografía documental aportada por la norteamericana M. Tsemenis, en su trabajo crítico, o el británico B. Murdock (conocido por su libro «Been afraid of truth», 1993, y sus investigaciones sobre la desaparición del agente William Buckley).
De Quidam
Publicar un comentario