La conciencia de la bestia siempre se despierta de noche para urdir los planes que dan forma a la realidad diurna. Aquella noche, la bestia respiraba en los desguaces Madlam, al pie de uno de los pilares del Grimshore. El viento era gélido y presagiaba nieve. Hacía mecerse las lámparas oxidadas que colgaban fuera de la caseta del gerente, provocando un pertinaz siseo metálico que aún nadie de los que estaban dentro se atrevía a romper. 

Mike Calabria tamborileaba sobre la mesa desgastada y una media sonrisa esculpida en la cara redonda le confería una confianza que sólo él sabía si sentía realmente. El cuarto del gerente era pequeño, ideal si la intención era disuadir la esgrima de armas largas. No, nada de kalashnikovs, a las que los rusos eran tan aficionados. Nada de armas, ese era el trato. Incluso había prescindido para la ocasión de la luppara que su abuelo le había regalado al cumplir los dieciocho. De todas formas tampoco habría marcado mucha diferencia. Para el oficio siempre llevaba una Beretta, como Dios y Mel Gibson mandan. La recortada de dos cañones del abuelo la utilizaba por razones de imagen, y si hacía falta más artillería una buena recortada de pistón de ocho cartuchos sería más efectiva que la reliquia.

—Muy bien —dijo el hombre que tenía delante. Su acento lo delataba como súbdito de la Madre Rusia. La calvicie empezaba a hacer mella en su aspecto, pero poco importaba. Igor Daradiev se lo rapaba de todos modos—. Nunca me ha gustado hacer tratos con intermediarios, creo que es una falta de respeto. Lo aprendí en Sheshniá. Hay que mirar a los ojos al socio como al del enemigo, aunque al día siguiente vayas a volarle la tapa de los sesos o él te vaya a cortar la garganta mientras duermes. Considero que su presencia aquí refuerza su voluntad de compromiso.

—Muy poético —sonrió Mike como sólo él sabía hacer—. Espero que esté todo y que este sea el principio de numerosos y fructíferos negocios.

El ruso tenía los ojos entrecerrados por efecto del humo del cigarrillo que colgaba de sus labios. Con sus gruesas manos había palpado los billetes usados que atestaban la bolsa de deportes. Por experiencia, y tras la ojeada inicial, no le hizo falta contar para saber que había un millón en billetes pequeños.

—Admiro su valentía, señor Calabria —dijo Igor, cerrando la cremallera. Hizo un gesto y el secuaz que tenía detrás, otro eslavo de dimensiones desproporcionadas, cerró el maletín y lo cogió sin perder de vista a Mike Calabria y su respectivo acompañante, un tipo gris de mirada febril que tan pronto daba la impresión de que darle una paliza sería coser y cantar, como invitaba a segundas reflexiones, por si las moscas—. El pago inicial permitirá sufragar la operación. Cuando esté hecho empezará la cuenta atrás. Ya sabe que su dársena es muy importante para nosotros.

«No es valentía, amigo, es ambición.» 

—Lo sé. No todo el mundo tiene una dársena privada lejos de miradas indiscretas. —Mike siempre vestía de Armani. Era como si quisiera demostrar que, aunque lo único que sabía de Italia era que de allí venían los espaguetis carbonara, era un italiano de los de pro: elegantes, ligones y de una autocomplacencia equiparable con cualquiera de los dioses del malparado panteón romano—. Tenemos un trato, pues, al menos mientras no interfiera en mi mercado. Mi familia no tolera muy bien la competencia desleal.

«¿Y sí tolera la deslealtad?»

—Descuide, señor Calabria —sonrió Igor—, nosotros dejamos las sustancias en manos de otros compañeros de armas que están muy lejos de esta ciudad. Digamos que nos dedicamos a la industria pesada, como buenos rusos. Nos interesa mucho hacer negocios con usted. —El fulano que iba con Igor puso una botella de vodka y dos vasos sobre la mesa. Igor alargó el brazo y llenó ambos recipientes hasta que el líquido rebosó y fue engullido por la seca madera de la mesa.

—Por los tratos que... ¿cómo lo dicen?... ¡llegan a buen puerto! Nasdravia —alzó un vaso.

—Nunca mejor dicho, amigo.

Los cristales chocaron y el fuego líquido corrió por las entrañas. 

—Lo que sí me pregunto —dijo Igor, posando el vaso sobre la mesa como si el alcohol no hubiese sido más que agua— es cómo se lo tomará su familia. —En un parpadeo la tensión se hizo notablemente densa. El hombre de Mike se quedó quieto como una piedra, dispuesto a saltar a la mínima. Sabía que esas salidas de tono no eran del agrado del jefe.

«Un tipo atrevido este ruso», pensó Mike con cara de poker.

—¿Tiene alguna reserva respecto a nuestro trato? —preguntó. 

—No, claro que no. Hemos sopesado los pros y los contras y no hay problema. Digamos que es una inquietud a nivel más personal… Tenga en cuenta que lo que usted me pide es poner Blacksville al borde de una guerra.

—Ya, —resopló Mike, formando círculos en el aire con la mano—. Lo que teme es que no pueda mantenerme a flote después de que liquiden al viejo.

El ruso se adelantó de forma que la luz de la lámpara que colgaba sobre ambos le chorreó por el cráneo rapado. El cuero de su chaqueta crujía como si acabaran de ahorcar a alguien.

—Lo único que digo es que comprendería que tuviera problemas. Tengo intención de mantener este trato durante el plazo mínimo que hemos acordado. Y si se ve solo o necesita amigos, sepa que puede contar con nosotros.

«Y una mierda. Tú lo que quieres es tenerme comiendo de la mano. Esta es mi ciudad y tú no eres más que un recién llegado, así que no te emociones tanto, ruso de mierda.»

—Tomo nota de su buena voluntado, señor Daradiev, pero no creo que sea necesario.
«Cuando te cepilles a mi padre yo mandaré en esta cloaca y las reglas van a cambiar, y serás tú el que coma de mi jodida mano.»

De Blacksville, Omar El-Kashef.

Omertà

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jueves, 22 de diciembre de 2011