Bajo dos palmos de asfalto y sedimento navega el tendido subterráneo del alumbrado y teléfono; a ciento cincuenta centímetros del suelo, entre arcilla, arena compacta y grava, centenares de kilómetros de tuberías se arrastran, transportando gas o agua; por debajo, descomunales cañerías evitan la red de alcantarillado, que se eleva o desciende aprovechando inercia y gravedad para deshacerse del detritus o las avenidas. Soterrado, invisible, a decenas de metros de profundidad, el sistema metropolitano horada y desintegra el soporte donde levanta sus cimientos la tristeza.

Diez segundos bastan para que cuarenta y cinco metros de metal atraviesen un mismo punto a sesenta y cinco kilómetros por hora, hiriendo el aire rancio, obligando a temblar al mundo, devorándolo con un sonido atronador. Avanzamos hacia la soledad fría con las manos manchadas de sangre tras haber renunciado a ser lo que soñábamos. Pautados por el metrónomo invisible que glorifica puntas, medias o cuartos, nos hacinamos con alterada paciencia en vagones y andenes, forcejeando dócilmente, defendiendo posiciones, perdiéndolas, para naufragar una vez más mientras esperamos turno.

Nos sumergimos en el desánimo, el lugar que olvidó la cartografía administrativa, el mismo que encierra infinitos vacíos engullidos por la bestia durante su crecimiento. Reina el caos, la humedad, el silencio, comienza el territorio abandonado donde la realidad agoniza. 

Atrás queda el hormigón, pisamos un balasto compuesto por hechos irrelevantes, pequeñas historias que soportan las traviesas y raíles sobre los que discurrió la memoria. A través de los resquicios de las dovelas sigue rezumando la derrota desquiciante, y penetramos en un espacio perverso, donde los hilos que nos manejan se muestran de manera descarnada, brutal, sin el velo narcótico que nos impide detectarlos arriba: los túneles de metro que yacen bajo la piel correosa y ennegrecida de la gran quimera, la tierra prometida que acoge a los desterrados que creyeron haber tocado fondo y siguieron descendiendo hasta volverse invisibles, una catedral gótica cimentada en la desesperanza y el miedo, en cuyo altar se inmolan todo tipo de sueños.

De Quidam.

Catedral gótica

Publicado el

martes, 7 de agosto de 2012

Etiquetas

,

1 Comment
Deka Black dijo...

Un título que nunca pude probar, y lo lamento. todo lo que tenga que ver con sociedades, civilizaciones y mundos subterráneos es algo que me fascina.

y si se queria transmitir inquietud... caramba, lo logra.