Ambos guerreros se miraron sin rencor, con nobleza, como correspondía a dos luchadores de su estirpe. A un lado, el de la espada, alto, esbelto y de porte noble, desenfundó su arma tirando suavemente de la empuñadura que colgaba de la espalda. El acero frío, de un negro profundo por el que serpenteaban suaves vetas azuladas, lanzó un destello amenazante desde su filo.
Enfrente, el otro, bajo hasta poco más de un metro, pero rechoncho y fornido, balanceaba su maza de guerra, una gruesa vara de madera de roble con una cabeza metálica rodeada de aguzadas aristas y remaches dorados, interpretando al desafiante, y por tanto habiendo empuñado primero el arma. Miró de reojo el cuello de su oponente y vio su objetivo, la placa iridiscente grabada con misteriosas runas cuyos legendarios poderes le habían obligado a atravesar desiertos y pantanos durante un año entero, el tesoro por el que había pasado hambre, frío, miedo, ira y frustración durante tantos meses.
Balanceó su arma para coger impulso y energía. Quería acabar con esto cuanto antes.
El de la espada se movió con rapidez de rayo, fintó hacia la izquierda y luego apuntó la espada hacia el cuello de su rival. Éste apenas tuvo una milésima de segundo para reaccionar, pero fue suficiente para que la punta de la espada rozara la collera de la armadura y ésta acabara desviando la letal estocada hacia el vacío, sin consecuencias. El balanceo de la maza había llegado a su punto más alto por la derecha, para oscilar hacia la izquierda con terrible fuerza. Arriesgó un golpe elevado suponiendo que el ataque fallido habría desequilibrado a su enemigo, mucho más alto y esbelto que él. Acertó a medias.
El golpe iba dirigido a la cabeza pero falló y en lugar de acertar allí, acabó golpeando el hombro de su enemigo, sobre su armadura. Se oyó un golpe seco, en parte de metal contra metal, en parte de metal contra hueso, en todo caso, de alarido descontrolado, de ira, de dolor y de miedo. El alto se retiró hacia atrás de un salto con su cabello rubio, largo y lacio, pegado al rostro. El mazazo había sido brutal, no le había matado pero había inutilizado su brazo izquierdo y el dolor le impedía ahora moverse con normalidad. No obstante, era bravo, hizo acopio de su furia y de su valor y con la mano derecha volvió a levantar la espada.
El pequeño mantenía la iniciativa. Amagó un golpe de arriba hacia abajo. El alto levantó la espada para pararlo pero la maza cambió de curso provocando un rugido de dolor en el atacante, quien en todo caso, había conseguido desviar la energía de su ataque hacia un golpe lateral. La maza alcanzó el costado del alto con toda su fuerza, rompiendo la coraza y provocando un espantoso crujido de costillas rotas que se elevó por encima de los resoplidos de ambos contendientes.
El de la espada apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba definitivamente derrotado cuando el extremo metálico de la maza, con sus bordes afilados y sus púas y sus gruesos remaches se acercaba a toda velocidad con dirección a su cara.
El bajo se agachó para coger su botín. Recogió su barba cuidadosamente trenzada introduciendo los extremos por el cinturón de cuero tachonado de bronce y se arrodilló junto al cráneo destrozado de su enemigo, cuya sangre empapaba la tierra. Extendió la mano hacia el cuello y tomó la placa dorada. Por fin el amuleto sagrado por el que tantas generaciones de su pueblo había suspirado, era suyo. Por fin la culminación de su casi eterno deambular por el mundo, de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, de mina en mina, había terminado y, sin embargo, él sólo era capaz de sentir fatiga y una irrefrenable curiosidad por los misteriosos signos, ilegibles tras tantos siglos de sabiduría olvidada desde la Era de los Antiguos, grabados sobre el metal iridiscente. No necesitaba saber leerlos, se dijo, eso era cosa de los ancianos sabios y de los arcanos hechiceros. Él era un guerrero y le bastaba con la mágica protección que le habían proporcionado para que culminara con éxito su misión.
Volvió a contemplar las misteriosas runas y siguió, ahora emocionándose ante el incomparable poder que residía en ellas, el delicado curso de sus trazos, ahora arriba, ahora abajo, ahora siguiendo una suave curva serpenteante. ¿Qué querrían decir para aquellos misteriosos sabios que las grabaron en una época sepultada en siglos de olvido? Volvió a repasar el delicado grabado con la punta de su dedos y dibujó en el aire: M-A-D-E-I-N-J-A-P-A-N.
Enfrente, el otro, bajo hasta poco más de un metro, pero rechoncho y fornido, balanceaba su maza de guerra, una gruesa vara de madera de roble con una cabeza metálica rodeada de aguzadas aristas y remaches dorados, interpretando al desafiante, y por tanto habiendo empuñado primero el arma. Miró de reojo el cuello de su oponente y vio su objetivo, la placa iridiscente grabada con misteriosas runas cuyos legendarios poderes le habían obligado a atravesar desiertos y pantanos durante un año entero, el tesoro por el que había pasado hambre, frío, miedo, ira y frustración durante tantos meses.
Balanceó su arma para coger impulso y energía. Quería acabar con esto cuanto antes.
El de la espada se movió con rapidez de rayo, fintó hacia la izquierda y luego apuntó la espada hacia el cuello de su rival. Éste apenas tuvo una milésima de segundo para reaccionar, pero fue suficiente para que la punta de la espada rozara la collera de la armadura y ésta acabara desviando la letal estocada hacia el vacío, sin consecuencias. El balanceo de la maza había llegado a su punto más alto por la derecha, para oscilar hacia la izquierda con terrible fuerza. Arriesgó un golpe elevado suponiendo que el ataque fallido habría desequilibrado a su enemigo, mucho más alto y esbelto que él. Acertó a medias.
El golpe iba dirigido a la cabeza pero falló y en lugar de acertar allí, acabó golpeando el hombro de su enemigo, sobre su armadura. Se oyó un golpe seco, en parte de metal contra metal, en parte de metal contra hueso, en todo caso, de alarido descontrolado, de ira, de dolor y de miedo. El alto se retiró hacia atrás de un salto con su cabello rubio, largo y lacio, pegado al rostro. El mazazo había sido brutal, no le había matado pero había inutilizado su brazo izquierdo y el dolor le impedía ahora moverse con normalidad. No obstante, era bravo, hizo acopio de su furia y de su valor y con la mano derecha volvió a levantar la espada.
El pequeño mantenía la iniciativa. Amagó un golpe de arriba hacia abajo. El alto levantó la espada para pararlo pero la maza cambió de curso provocando un rugido de dolor en el atacante, quien en todo caso, había conseguido desviar la energía de su ataque hacia un golpe lateral. La maza alcanzó el costado del alto con toda su fuerza, rompiendo la coraza y provocando un espantoso crujido de costillas rotas que se elevó por encima de los resoplidos de ambos contendientes.
El de la espada apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba definitivamente derrotado cuando el extremo metálico de la maza, con sus bordes afilados y sus púas y sus gruesos remaches se acercaba a toda velocidad con dirección a su cara.
El bajo se agachó para coger su botín. Recogió su barba cuidadosamente trenzada introduciendo los extremos por el cinturón de cuero tachonado de bronce y se arrodilló junto al cráneo destrozado de su enemigo, cuya sangre empapaba la tierra. Extendió la mano hacia el cuello y tomó la placa dorada. Por fin el amuleto sagrado por el que tantas generaciones de su pueblo había suspirado, era suyo. Por fin la culminación de su casi eterno deambular por el mundo, de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, de mina en mina, había terminado y, sin embargo, él sólo era capaz de sentir fatiga y una irrefrenable curiosidad por los misteriosos signos, ilegibles tras tantos siglos de sabiduría olvidada desde la Era de los Antiguos, grabados sobre el metal iridiscente. No necesitaba saber leerlos, se dijo, eso era cosa de los ancianos sabios y de los arcanos hechiceros. Él era un guerrero y le bastaba con la mágica protección que le habían proporcionado para que culminara con éxito su misión.
Volvió a contemplar las misteriosas runas y siguió, ahora emocionándose ante el incomparable poder que residía en ellas, el delicado curso de sus trazos, ahora arriba, ahora abajo, ahora siguiendo una suave curva serpenteante. ¿Qué querrían decir para aquellos misteriosos sabios que las grabaron en una época sepultada en siglos de olvido? Volvió a repasar el delicado grabado con la punta de su dedos y dibujó en el aire: M-A-D-E-I-N-J-A-P-A-N.
Era de Acuario, de Juan Cuadrado.
5 Comments
El relato es muy bueno, me han encantado las descripciones, parecía tener la pelea delante mío. Pero el final... es que aún sigo partiéndome la caja con el grabado misterioso. XDDD
¡¡Queremos más Cliffhangers!!
Made In Japan, juajuajuajua....
Esa ha sido muy buena, a la espera quedo.
Muy bueno lo del Made in Japan XDDDD
Tremendo relato, muyyy bueno!!
Gracias a todos, da muchos ánimos. Espero que os guste el juego.
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