El abuelo de Marcial Cerrojo era
un mercader de paños judío que se convirtió a la verdadera religión hacia el
final de sus días, acaso previendo lo que pocos años más tarde habría de
suceder. Su hijo, de buen nombre Juan, abrió una venta en Toledo, en la Puerta
de Bisagra, casó con una labradora cristiana vieja pero de pocas rentas y aún
menos luces, natural de Yepes, llamada Aldonza Paniagua, con la esperanza de
limpiar su sangre y dedicóse el resto de sus días a beberse su negocio, sentado
a la puerta de la venta, mientras Aldonza criaba hijos y trajinaba, pero como es
bendición de espíritus pobres el regocijarse en sus trabajos, ella nunca se
quejó ni imaginó que otra cosa pudiera ser de su vida.
Juan Cerrojo y Aldonza hubieron
tres retoños, de nombres Marcos, Marcial y Cristina, y Marcial fue el que desde
pequeño más disgustos trajo a sus padres. Mientras sus hermanos se conformaban
con ayudar en la cocina y amontonar los palos que les daba su padre, Marcial
recorría al mando de su pequeña tropa de arrapiezos las callejas de Toledo,
tirando piedras a los judíos y jugando a ser soldados en la guerra de Granada,
que comenzara algún tiempo antes. No tenía ni trece años Marcial cuando un
alguacil lo condujo a la venta de su padre con una grave acusación: el niño
había aventado de la boca de otro rapaz de su misma edad algunos dientes porque
éste lo acusara de converso y judío. Ocurría que el agraviado era paje del
conde de La Serena y que pronto recibirían los alguaciles órdenes de apresar al
malhechor. “Deshazte, Juan, del mozo mientras puedas” le aconsejó a Juan Cerrojo
el alguacil (tan converso como él, por cierto). Dicho y hecho, Juan Cerrojo no se
demoró más que el tiempo de partirle una vara de avellano de un dedo de gruesa
en la espalda a Marcial (“por faltar a la verdad, pues cierto es que somos
conversos y cristianos nuevos y no he de tolerar falsos ni embusteros bajo mi
techo”) y después le dio una hogaza dura (con no poco desaire de los perros de
la venta) y una libra de queso duro, y lo puso en el camino. Añadió su madre al
condumio una libra más de tocino “por lo que pudiera pasar, hijo mío, y comedlo
cuando os crucéis con alguien… que os vean comerlo”.
Hízose soldado (que es oficio
cabal para hombres como Marcial Cerrojo, que no poseía ningún otro) en la
coronelía que levantó el Arzobispo de Toledo, como tambor, y fue a Granada a la
guerra y acabóla en edad de dieciséis años con grado de cabo, tras haber
acuchillado a tantos enemigos de Su Majestad que hubo Pedro Botero de mandar
alguno de vuelta al cielo, por no poder acoger a todos los que el soldado
Cerrojo le mandaba. Embarcó con rumbo a Tenerife en la mesnada de Fernández de
Lugo y luego sirvió como escopetero en la tropa del cardenal Cisneros que
combatió en tierras de Berbería, pero de nuevo una pendencia, en la que sacó un
ojo de una estocada a un capitán por asunto de mujeres de rumbo, si tales son,
como dicen, las sotas de la baraja, dio con él buscando acogimiento ajeno. Y no
en sagrado, precisamente.
Corría el año de 1509 y hallóse
en Sanlúcar de Barrameda, alojado en casa de unas damas, que, de tan apartadas
del mundo y cercanas del cielo, eran frecuentemente visitadas por los píos
varones que deseaban no dar a conocer las frecuentes limosnas que allí dejaban.
Que tu mano diestra no sepa lo que hace tu mano siniestra, dice el Santo
Evangelio y quien dice la mano, a
fortiori, dice el resto del cuerpo. Se enteró allí Marcial, de que una nao
zarpaba para Indias en pocas semanas. Platicó con un escribano de la Casa de
Contratación de Sevilla para que le permitiera embarcar y negóse éste en
principio. Las artes de persuasión de las damas que cuidaban de Marcial y
alguna visita a horas poco cristianas al escribano (y a su santa esposa)
acabaron convenciéndolo (una de cal y otra de arena) de que el soldado era más
útil a al Rey en La Española que en Castilla, y hacia allá marchó el cabo
Cerrojo con intención de trabajarse un nombre limpio, ya que los que usaba en
España habían quedado bastante sucios de tanto usarlos.
Tras nueve semanas de navegación,
mitad asomando el rostro por la borda (como suele suceder en gente poco experta
en la mar) mitad asomando el culo (el agua se corrompió pronto), Marcial
Cerrojo puso sus pies en la arena de Santo Domingo. Después, terció su capa,
ajustó su estoque y, a grandes trancos, se acercó a la taberna más cercana (y
oscura) que desde la playa viese, con la firme y determinada intención de
comenzar una nueva vida en aquellas tierras.
De Tierrafirme, Abelardo Martínez
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Un relato excelente para lo que será uno de los mejores Cliffhangers. enhorabuena Abe, con maestros así da gusto aprender.
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