Huérfano de padre poco antes de nacer, y de madre a la edad de cuatro años, el pequeño Barón de La Mare de Mouchelin (décimo tercero en la línea sucesoria paterna) quedó muy pronto bajo el amparo y tutela de su abuelo materno, Dominique de Perignon, un inteligente y culto militar recién retirado, que le inició tempranamente en el arte de la lectura, y que cuidó de él como si le fuera la vida en ello. Así, educado en los sólidos principios de La Ilustración, convertido en un hábil e incansable buscador de respuestas en el interior de la inmensa biblioteca de la residencia familiar de Provenza, a los descubrimientos literarios que iba atesorando en su pequeño cerebro infantil, fue sumando el extenso catálogo de experiencias surgido de la investigación y del análisis concienzudo de cuanto sucedía a su alrededor; logros, todos ellos, que gustaba contrastar, en amable discusión, con las importantes personalidades que frecuentaban la compañía de su abuelo.
Si en su juventud nada hacía presagiar un cambio de rumbo sobre lo que parecía el deslumbrante inicio de una larga carrera de éxitos con que coronar la pasión científica que bullía en su interior, un hecho dramático (la muerte prematura de su único y gran amor), lo convirtió en el ser torvo y esquivo que fue hasta su aparente desaparición definitiva de la faz de la tierra, marcando el sombrío sello con que quedaron firmadas sus teorías.
Ante la abundancia de tanto dato antecedente, sorprende sin embargo el oscuro velo de silencio que se cierne sobre los hechos que rodearon su vida entre 1789 y 1801, pues aunque queda perfectamente datado (así lo avala el documento de embarque) que las revueltas previas a la toma de la Bastilla lo alcanzaron en el puerto de Saint-Malo, cuando se disponía a subir a una goleta que zarparía con dirección a África, nada volveremos a saber de él hasta transcurridos doce años, cuando recién traspasado el umbral de la treintena, aparece surgido de la nada como director del Saint-Hôpital de Martignon (Languedoc).
Si hay quien plantea que el supuesto viaje al continente negro no fue sino un mero ardid pergeñado por el abuelo y sus influyentes amigos con la intención de ocultar el traslado urgente del joven barón a Inglaterra (poniéndolo a salvo de los tambores revolucionarios que comenzaban a sonar en fechas anteriores al 14 de julio), también hay quien da total credibilidad al dato, pues la controversia originada por su elección —la pacata comunidad médica de Languedoc elevó queja a L'Académie Nationale de Médecine buscando amparo ante lo que consideraba un atropello—, lejos de airear sus miserias puso al descubierto un historial plagado de viajes de estudio y de títulos académicos obtenidos en Ginebra y en Viena (como sancionó y rubricó la institución al emitir su veredicto).
Contrariamente a lo que pueda entresacarse de lo expuesto, hay que admitir que a pesar de que incluso Waldman llegó a destacarlo como uno de los más eminentes expertos en neurofisiología de primates superiores, sus notables méritos eran totalmente desconocidos para la profesión médica francesa hasta ese preciso momento —no es de extrañar, pues andaba, como la mayoría de ámbitos sociales de ese periodo, muy entretenida salvando sus propios muebles—, lo que si bien justifica que siga existiendo una duda razonable sobre la verdadera razón que permitió elevarle a un cargo de tan alta responsabilidad para perplejidad de todos, no impide que en nuestro humilde esfuerzo de exposición, entreveamos su fundamento en una cuestión tan prosaica y sencilla como la evidencia de la amistad que mantuvo su tutor, el viejo Perignon, con el comerciante De La Blanche Montagne, quien por haber promovido y sufragado de su propio bolsillo las costosas obras de restauración y rehabilitación del complejo hospitalario, podía elegir a quien le viniera en gana para el desempeño de su dirección.
A colación de este asunto hay que comentar que a pesar de la tan traída y llevada hipótesis de que la intención de De La Blanche Montagne, al embarcarse en el titánico esfuerzo, no fue otra que la de dar velo y cobijo a un problema surgido de un viejo lío de faldas, en el que estaba envuelto el honor y seguridad de una grande de Francia (nada menos que la viuda de Clicquot Ponsardin, según algunos maledicentes), lo cierto es que el argumento no resiste un suspiro ante la circunstancia de la grave enfermedad que aquejaba a su única hija (loca perdida), y la necesidad que tuvo el burgués de habilitar un lugar donde fuese cuidada hasta el final de sus días —decisión lógica, se mire por donde se mire, toda vez que De La Blanche Montagne había superado con amplitud los setenta años, y permanecía viudo desde 1794—; para lo cual el anciano comerciante, que se había enriquecido con el tráfico de esclavos en Las Antillas Francesas, y que se había salvado por los pelos de los violentos estertores de los primeros años de la revolución, manteniendo intactas, milagrosamente, vida y hacienda, tuvo a bien comprar los terrenos del antiguo convento de La Asunción y los restos de su arquitectura, para encargar la construcción de un moderno edificio y el acondicionamiento de los viejos elementos; devolviendo el conjunto, en acto público, a sus legítimas propietarias: las Hermanas Redentoristas del Sacré Coeur.
2 Comments
uauh!
Muy interesante el texto.
Pertenece integramente a SS Hospital???
Me aventuro a adivinar que esos dos años desaparecido de la escena victoriana se los ha pasado en una dimensión paralela extremadamente tétrica ????
Ummmmm
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