Cualquier diccionario te dirá que una ciudad es un «conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas...» ¡Mentira!
Una ciudad es infinitamente más que eso. Una ciudad es la plasmación sólida de la conciencia colectiva, su estrés, sus pasiones y vicios, su caos inherente y la única ley que entiende el ser humano sin sacar el pecho de la dignidad que sólo él mismo cree tener: la del más fuerte. No he mencionado en la receta el término virtudes, y no pienso hacerlo, porque las virtudes son como el rocío en medio de un incendio: poético, pero inútil. En definitiva, una ciudad es un ser vivo, una costra arraigada en la tierra, decidida a consumirlo todo de raíz a medida que crece y crece en su gula autocomplaciente y dibuja nubes artificiales para asegurarse que ni el aire escapa de su brutal dominio. Si aún no eres asmático, créeme, alguno de tus descendientes lo será, y pronto.
Por las venas de asfalto de la ciudad corren sus nutrientes, sus intrusos y su sistema inmunitario. La diferencia con un organismo coherente, es que a veces los papeles se pierden, y el sistema inmunitario se convierte en lacra, los nutrientes en devoradores y los intrusos en mesías portadores de un aire fresco necesario en toda cloaca. Los músculos de la ciudad son su maquinaria, su urbanismo exacerbado sustentando una conciencia expansionista digna del más astuto de los virus. Su cerebro es la ambición y sus neuronas el dinero. Sí, la ciudad está viva y siempre ronda la cuerda floja en un eterno equilibrio de tiras y aflojas: sus pasiones encontradas. ¿Qué pasaría si un hemisferio cerebral la emprendiese a tiros con el otro porque no le gusta ser zurdo? Terrible. Pues imagina lo mismo pero a escala molecular. ¿A que parece mentira que algo así se mantenga vivo y orondo? Pues eso es una ciudad.
Y como la Historia la escribe el conflicto, el relato de una ciudad no iba a ser menos. Si nuestro ancestro más avispado no hubiese descubierto que una tibia sirve para matar al que te roba las bayas (y, por qué no, enterrarlo y así inventar lo religioso), aparte de casual herramienta, no pasaría nada. Todo sería aburrido, no habría reuniones alrededor de hogueras, mitos de seres magníficos y terribles, leyendas de titanes, cuentos, historias... Historia. La ciudad es también el lienzo de esos conflictos, de esa verdad innegable que todos creemos atesorar, pero que sólo unos pocos son capaces de defender con armas menos nobles que la pluma. Y esos pocos son los que estrujan y se dejan estrujar para que con su sangre chorreada se escriban los renglones, las reglas, cánones y las verdades. Pocos, pero significativos. Escasos, pero no tan escasos. Y ellos también se mueven por las venas de asfalto, las arterias de aire rancio, al eco de los suburbanos y el roer de ratas como perros. Ellos son los que marcan las reglas, pues lo demás siempre va a remolque de lo que ellos dictan. Porque ellos son los que han sofisticado la tibia hasta convertirla en una automática de 9mm. Y te los encontrarás mezclados con los nutrientes, en las neuronas, detrás del sistema inmunitario o haciéndole frente, pero siempre escribiendo los párrafos que hacen que la ciudad sea cada día más grande, imponente y amenazadora.
Bienvenido a Blacksville.
Del cuaderno negro del Sr. Oscar Kilo.
6 Comments
uy! pero no se dijo algo de Blacksville en la entrevista de Telperion?
Sí, ¿y?
La madre que os trujo XDDDDDD ¿No oléis el miedo? XDDDDDDDDDDDDDDDD
Un abrazote ;)
Jose
Eso es miedo??? yo que pensaba que me tengo que cambiar el pañal....
Me ha gustado mucho el texto. Es evocador...
XP
¿Miedo? Ya os dije que yo sólo puedo oler el napalm por la mañana. Huele a... Nenuco, o algo así.
Napalm Abe, huele a napalm.
Y ya te tengo dicho que dejes de comprar las colonias en el chino que cualquier día vas a pillar algo...
XD XD XD
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