«En mi angustia grité al Señor,
y él me respondió:
«Señor, líbrame de los labios mentirosos
y de la lengua falsa»
¿Qué te va a dar Dios o qué te va a añadir,
oh lengua falsa?
Flechas afiladas de guerrero y brasas de retama.
¡Ay de mí, que he tenido que emigrar a Mésec,
y habitar en la tienda de Cedar!
He vivido demasiado tiempo con gente enemiga de la paz;
yo soy la paz; pero si hablo,
ellos son la guerra.»


Nadie le hacía caso. La atmósfera resultaba demasiado agobiante como para agobiarse más pensado en lo que decía; además, el olor a pescado, sudor, perfume barato y frituras sintéticas llenaban mis fosas nasales impidiéndome disfrutar de cualquier otra percepción, por fuerte que fuera. La gente se hacinaba alrededor de la barra, ajena a la salmodía lanzada al aire por el apocalíptico de los cojones, que continuaba su particular cruzada verbal sin importarle un bledo la audiencia, mientras sujetaba entre sus sudorosos dedos una Biblia desgastada. Al fondo, una sombra se retorcía al son de una música atronadora que trataba de ser presuntamente erótica, mientras a sus pies la gentuza gritaba, farfullaba, gesticulaba o sencillamente se metía mano. La vida había cambiado de tal forma que nada era como antes. A pesar de los cada vez más habituales festejos, la tristeza campaba por sus respetos a lo largo y ancho de la ciudad, y en aquel tugurio la realidad no podía ser diferente.

«... Ya estamos en tus puertas,
oh Jerusalén:
Jerusalén, la bien edificada,
la ciudad bien unida.
Allí suben las tribus, las tribus del Señor,
según la norma de Israel, para alabar el nombre del Señor.
Allí están los tribunales de justicia,
los tribunales de la casa de David...»


Allí dentro, los hombres y mujeres se afanaban en soñar que se relacionaban de alguna manera, como afuera, al amparo de una fiesta que lo devoraba todo. Nada había cambiado desde que abandoné aquel garito, unos años antes. El humo de infinidad de cigarrillos me impedía ver con claridad, pero no importaba, instintivamente sabía que aquél a quien debía ver no se encontraba en el interior concurrido de El Albatros.

La llamada había tenido lugar entre las doce y las doce y cuarto. La voz había enfatizado el mensaje de tal manera que mis neuronas se despertaron de golpe para adentrarse en el camino sugerido de recuerdos que en otro tiempo y en otro lugar, posiblemente me habían llevado por la calle de la amargura. ¿Por qué demonios había tenido que desaparecer de aquella forma?

Un empujón me devolvió al decorado nauseabundo del local. Un hombre de edad indefinida se retorcía en convulsiones milimétricas a escasos centímetros de mi hombro derecho. Su tic metálico rezumaba chasqueo de Black Snow. Estaba cargado hasta las mismas narices. Su implante visual me escrutaba tras unas gafas azules, redondas, cuyos cristales reflejaban mi cara. Un parpadeo eléctrico y un siseante estímulo mecánico y su extraña voz emergió en falsete lanzando una letanía autista desde lo más profundo de su garganta:

—¿Sr. Delano? —no esperó a que contestara, que no lo iba a hacer porque ambos sabíamos que íbamos a compartir unas cuantas horas de aquella madrugada— Como ya sabe, debe seguirme hasta el lugar del encuentro. Porque es usted el sr. Delano ¿verdad?

Sí, coño, no podía negarlo, así que le cogí el rebufo, agradeciendo en el fondo que me sacara de aquel lugar.

«... Ten piedad de nosotros, Señor, ten piedad de nosotros,
que estamos hartos de tanto desprecio;
estamos hartos de las burlas de los ricos
y del desprecio de los orgullosos.»


De El Sueño del Celacanto.

En mi angustia

Publicado el

sábado, 25 de febrero de 2012

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