Mike se abre paso por la jungla doméstica y abraza a su padre.
—Feliz cumpleaños, babbo. No tardaré en volver.
Yo creo que sí, hijo.
Mike se pone rápidamente el abrigo más grueso mientras en el comedor suena el teléfono de su padre. Fuera nieva con una ferocidad que parece presagiar algo. Se echa la bufanda al cuello, coge las llaves del coche y abre la puerta. El frío corta como una navaja de hielo y se ve obligado a entornar los ojos. Sólo se ve a un par de metros desde los faroles de la casa. Más allá sólo hay sombras. En maldita hora surgen las obligaciones. Con lo bien que se estaba en casa.
Es extraño. No hay nadie. Cuando su padre está en la mansión, siempre hay media docena de hombres suyos merodeando por los jardines. Hace frío, sí, pero esa gente está por encima de esas menudencias cuando se trata de proteger al jefe. Puede que esta tempestad suponga la excepción.
Mike se dirige al montón de nieve bajo la cual cree que se oculta su coche. Se pregunta si arrancará. Mientras camina, el bullicio de la casa se va atenuando hasta que lo único que puebla sus oídos son los aullidos del viento. Cuando llega, despeja la nieve acumulada del parabrisas e introduce la llave en la cerradura. Cuesta un poco, pero finalmente cede.
Un bulto llama su atención al frente. Mike alza la mirada un poco sobresaltado, pero resulta ser una falsa alarma. Es uno de los hombres del viejo. Un pitillo medio apagado cuelga de sus labios mientras mantiene los hombros encogidos para arrebujarse más en su gabardina. Saluda a Mike con la cabeza. Cualquiera saca las manos de los bolsillos con la noche que hace. Mike devuelve el saludo con desgana. Eso de codearse con los rasos nunca ha sido su fuerte, las antípodas de su padre, que un día fue también un raso. Con las nuevas generaciones se pierden las tradiciones y, lo que es peor, la memoria.
Mike apenas oye los pasos cuando un fantasma surge de las sombras, a su espalda. Parece que ha estado esperando tras alguna columna con el único calor de la paciencia. Mike se gira y ve el destello de lo que parece una Sig Sauer con silenciador lamida por la luz de los faroles. No media ninguna palabra. Los segundos se congelan como el aire que lo azota. En una fracción de tiempo se percata de todo. Sabe que está muerto, sabe que no tiene nada que hacer, la impotencia escuece, su pellejo ya está subastado en el infierno. Joder, no… Un golpe sordo con regustillo a metálico y se hace la oscuridad. Ya no hace frío. Ya no hay dolor, ni pena, ni ambición. El barullo de la casa se va perdiendo junto con todo lo demás.
Omertà...
El cuerpo cae como un montón de carne, a peso. El agujero de la cabeza deja salir sangre a chorros, que cuaja en la nieve del suelo y la hace crujir. La Sig Sauer chasquea cuatro veces más para dar por segura la tarea: cabeza, cuello, pecho, pecho. Parece saña, pero en realidad es minuciosidad. El fantasma retira el silenciador del arma, que deja escapar una bocanada de humo. Mientras se guarda los instrumentos, mira tranquilamente al hombre que acaba de saludar al fiambre y ha contemplado impasible cómo lo liquidaban. No hay sorpresas, ni gritos, ni alarmas. El fantasma mira de reojo la ventana de la mansión. Pareciera que había alguien mirando cobijado tras una cortina, pero ya no hay nadie. Suena el Cumpleaños Feliz.
El conspirador caído en la puerta de la casa de su padre, a cinco metros del que iba a ser su víctima, pero ha terminado siendo su verdugo. Qué más se puede pedir.
Feliz cumpleaños, señor Calabria.
De Blacksville.
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Muy bueno... Cumpelaños feliz...
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