Vio
la luz don Ruy Pérez de Bobadilla en un tibio invierno, como suelen
ser, en la localidad de Yanguas, en casa de don Fadrique Pérez de
Bobadilla y doña Leonor Montiel. La mala suerte quiso que fuera el
segundo de los hijos del matrimonio y que su hermano mayor, un
zangolotino rubio, torpe, espeso y beatón llamado Miguel, fuera llamado a
heredar todas las propiedades y los magros señoríos de los Pérez de
Bobadilla.
Don
Sancho Manuel Loperena era canónigo de Osma y se encargó de enseñar al
joven Ruy las letras, algunos latines y las cuatro reglas de aritmética.
Un viejo mayordomo de su padre, don Alonso de Honrubia, le enseñó a
tirar muy bien con estoque y arcabuz, y a montar. Don Fadrique comentó a
don Sancho cuando don Ruy cumplió catorce años «lego al sandio de mi hijo don Miguel mis títulos y tierras; mi hombría y mi cuajo, se los lego a don Ruy.»
Como último favor a su vástago, enviólo a la ciudad de Soria a ser paje
en casa de don Francisco Vecino de Molinos, hidalgo de fortuna y sangre
limpia que vivía allí.
Aliamed
Boamer era capitán, en la época en que don Ruy veía sus primeros cielos
en Yanguas, del Rey Chico en Granada y en su nombre tenía el castillo y
tierras de Alcazaba de la Vega, a no mucho trecho de la dicha ciudad.
Cuando el ejército de sus Católicas Majestades entró por aquellas
tierras, Aliamed defendió bravamente las posesiones de su señor, al
menos durante la mañana que tardó el rey don Fernando en enviar a un
mensajero a parlamentar con el moro. Con grandes honores fuese rendida
Alcazaba de la Vega y fuele dada a Boamer la oportunidad de elegir entre
marchar con sus riquezas a tierra de infieles, cruzando el mar, o
convertirse, jurando lealtad a Sus Majestades, y quedarse con el
castillo y tierras de la Vega, a título de condado. «Por haber tanto cuidado de todos estos moricos»
decidió Aliamed Boamer quedarse con la segunda opción y cambió su
nombre por el de Fernando, y por el Rey Católico fue apadrinado en su
bautismo.
Corría
el año de 1500 cuando, con esperanza de matrimoniar bien, Fernando,
conde de la Vega, mandó a su hija, de unos dieciséis años, como dama de
honor al palacio de los duques de Tierrancha, a la ciudad de Soria.
Allí, al servicio de los duques, que eran gente preeminente en la corte
de los Reyes, la joven dama, que llamábase de cristiana doña María,
conoció al joven Pérez de Bobadilla, que frecuentaba el palacio
acompañando a su señor. Como suele ocurrir en estos caso, Cupido se cebó
en la joven pareja y un hermoso amor, que acaso fuera destinado a
procurar por la bragueta la fortuna que don Ruy no hubo por el bolsillo,
nació entre chimeneas platerescas y caretas de cochino asadas.
La
desgracia, sin embargo, se abatió sobre los amantes: la desgracia era
rubia de pelo, agraciada de tez y llamábase doña Fernanda en honor a su
abuelo, el antiguo capitán moro de Alcazaba de la Vega. Y como el
bautismo lava los pecados, más no la morería, don Fernando de la Vega
juró en la capilla de los reyes de Granada haber la sangre del
mancillador de la honra de su hija y a tal efecto, mandó a dos de sus
criados, tan moros como él, a Soria, para medirle a don Ruy el cuero por
palmos, pues tanto hierro tenían los cuchillos que llevaban consigo.
Pero
frente a San Pedro, no lejos del Duero, el joven hidalgo demostró haber
aprendido bien las lecciones de su maestro don Alonso y ultimó a los
sirvientes con sendas estocadas entre las costillas de forma que uno
murió allí mismo sin poder pedir ni capellán y el otro quedó malherido y
quebrantado hasta que a la mañana siguiente un pastor lo encontró. Don
Ruy supo que las oportunidades se le habían acabado en Castilla y empezó
a vagar por los caminos de Su Majestad hasta dar con la Babilonia de
España, que es Sevilla, y conoció allí a un viejo marinero, antiguo
piloto del Almirante don Cristóbal Colón, que, barruntando los hígados
del joven mozo, le propuso pasar a Indias y ganarse honradamente la vida
donde no le buscara ningún poderoso para ajustarle cuentas.
Lo
que tarda un hombre de veinte años en oficiar un azumbre de vino, fue
lo que tardó don Ruy en considerar la oferta y, borracho como un
pellejo, admitió ser embarcado en una nao rumbo a Santo Domingo aquella
misma noche.
Despertó
don Ruy a la vista de Cádiz y, cuando hubo acordado lo que acababa de
hacer, pensó por un momento en lanzarse al agua y nadar hasta la costa,
pero como comprobara que, si bien le habían limpiado de plata y bronce,
conservaba el acero consigo, pensó que nada tan malo podría sucederle
que no lo resolviera con éste, y que mientras tanto las cosas en
Castilla irían calmándose igual que calmo estaba el mar que dejaba
atrás, junto a la tierra de España.
En
abril de 1509 don Ruy Pérez de Bobadilla puso sus pies en la arena de
Santo Domingo, sin más haberes que una camisa vieja, una espada y el
hambre que traía desde Cádiz. Enhiesto como un estandarte y con paso
despacioso se encaminó hacia lo que parecióle una taberna, al pie mismo
de la playa, mientras alguien a quien todavía no conocía, el mismísimo
hijo del Almirante Colón, lo observaba con atención desde el castillo
que se alzaba allí, dominando el caserío, a orillas del río Ozama.
De Tierrafirme.
Premios Armagedón 2011. ¡Quedan 12 días!
6 Comments
Me encanta.
Graaaciaaas, muy amable. ;-)
Felipe ;) Muchas gracias, compañero, se hace lo que se puede compartiendo con vosotros estas cositas ;)
Un abrazote
Jose
Aun a riesgo de que se le suba a la cabeza, don Abelardo, envidio su pluma, y no la de carácter, que no me consta, sino la metafórica relativa al verbo escrito.
@Avatar: Gracias de nuevo, maese Avatar. Espero que el juego os guste y... no es para tanto, digo yo, no es para tanto.
Tu perspectiva está viciada por la cercanía de la autoría. Te aseguro que desde fuera se ve todo muy lustroso ;)
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