La tierra era amarilla, de un color intenso, casi doloroso, que absorbía la luz como un flagelo que ofuscaba los ojos. Kaptah tenía la boca pastosa; podía oír con nitidez el crujido de sus muelas al masticar la arena que se colaba por las grietas de sus labios, resecos como una corteza de palmera. Tumbado sobre la arena caliente, clavaba su mirada en el cortejo fúnebre que avanzaba lentamente por la vaguada. Era un espectáculo singular, de una belleza hipnótica: los monjes, ataviados con túnicas blancas, inmaculadas, con flores de loto bordadas en oro y plata, sosteniendo velones rojos en sus manos de dedos largos y finos, se movían al grato y armonioso ritmo de los caramillos, entonando una salmodia siniestra entre dientes que llegaba hasta él como una serpiente en verano, acompañada por el olor dulzón del cedro, casia, ceras y resinas de los ungüentos ceremoniales de embalsamamiento. Un aroma que no se olvida, que se te incrusta en el cerebro para no abandonarte, como larvas de mosquito en el pozo. Él lo conocía muy bien, sabía que estaría allí, que acompañaría a los monjes en su procesión, a los soldados medyai que los seguían con los khopesh en alto, sobre el pecho. Ese olor ascendía, lo inundaba todo, impregnaba la arena, sus ropas ajadas de lino, se colaba por su nariz y anidaba en su garganta colgándose estómago abajo hasta provocar arcadas de bilis. Ese olor estaría allí...
Pudo ver cómo la comitiva descendía hasta perderse bajo tierra, llevándose consigo el sarcófago dorado y ese olor... ese olor que estaría allí, allí abajo ahora, para toda la eternidad, o eso creerían ellos. Los medyai quedaron arriba, custodiando la entrada a la tumba, hasta que los sacerdotes de Amón regresaran al mundo de los vivos. Miraban alrededor, concentrándose en cualquier movimiento en las colinas. No le detectarían donde estaba, tumbado sobre la arena, con el sol deslumbrante a su espalda. Unas horas después, los clérigos de la Casa de la Muerte regresaron de las tinieblas de la tumba. Dos de ellos se demoraron en el interior del pasadizo descendente. Seguramente estarían activando las últimas trampas y sellando las puertas de acceso. Poco tiempo después, estos dos se unieron al grupo que aguardaba fuera, junto a los soldados y sirvientes que charlaban descuidadamente. La vida proseguía, se reanudaba, siempre lo hacía.
Los sacerdotes marcharon de vuelta a la ciudad, junto con unos pocos guerreros y los sirvientes. Sólo un par de nubios medyai permanecieron junto a la entrada, montando guardia. Era la tumba de un alto funcionario real, en el extremo occidental del valle, lugar reservado para los enterramientos de nobles mandatarios de la corte. Sería fácil sorprenderlos en plena noche y dejarlos fuera de combate por unas horas, todo lo que necesitaría para entrar en la tumba, sortear las trampas y conseguir el mapa... el mapa de la Gran Pirámide, el sueño de todo saqueador de tumbas.
Anochecía y a Kaptah no le gustaba ver las estrellas, pues de noche los leones rugen y los chacales salen de sus guaridas. Él también lo haría más tarde, de madrugada, como un escorpión, astuto y sigiloso, moviéndose entre las sombras del valle... del Valle de los Reyes, para saquear otra tumba y tal vez vivir para ver otro día.
4 Comments
Qué puedo decir: me gusta verlo aquí publicado. ¡Gracias!
Lo mismo digo. Pero más ganas tengo de que salga el libro, porque ahí sí que va a molar verlo plasmado. Una pasada, Steinkel. Extiende mis felicitaciones al bueno de Cristóbal :)
De tu parte ;-)
Leer esto sólo puede augurar buenos presagios :D
Publicar un comentario