Ya os comentábamos hace unos días lo que íbamos a hacer este fin de semana, así que con vuestro permiso seguimos llenando la etiqueta «El viento que susurra en la colina» con un nuevo aperitivo:
«—Haz que se calle… —El susurro apenas arañó el silencio, pero bastó para que la orden fuese ejecutada sin dilación ni preguntas por la sombra más grande y espesa de todas, la misma que retrocediendo unos pasos buscó entre las demás una mucho más difusa y pequeña para advertirla esgrimiendo una daga, que por su bien y el del grupo recordara que los degollados no hablan. La calma recuperó inmediatamente su espesor en la lechosa profundidad de la niebla…
Se hacía necesario descansar pero no era posible. Precisaban iluminar sus pasos, pero aquella negligencia había quedado descartada desde que tomaron conciencia de que en la ciénaga no eran los únicos que buscaban algo. El tiempo transcurrido desde que se pusieron en marcha se había dilatado más allá de lo razonable. La humedad comenzaba a hacer mella en el cuero de las botas y la tela de los calzones, abriéndose camino hacia la cintura, las camisas y jubones, con intención de quedarse allí para matarlos uno a uno de frío y desesperanza. Tiritaban del primero al último con los labios amoratados y oscuras ojeras. Cada hombre llevaba encima su peso en hierros y armas, y sobre sus hombros una pesadumbre que comenzaba a aplastarlos como una llosa que ya estaba obrando mella en el brillo de sus miradas. Todo había comenzado como una aventura pero hacía tiempo que se habían dado de bruces con la certeza de que habían caído en una celada en la cual, tornados de cazadores en presas, acabarían por hallarse a merced de aquello que les estaba observando desde más allá de la nada.
Lo presentían, incluso ella que se había mostrado firme, empezaba a dibujarse inquieta. Habían abandonado caballerías, vituallas y acémilas con las primeras luces del alba, dejando atrás la seguridad de la tierra conocida, en el interior de un viejo y tupido bosque de tejos, acebos y abedules, al cuidado y recaudo de una guardia compuesta por cinco lanzas que tenían órdenes de retomar el camino de vuelta si al cabo de dos jornadas completas no habían vuelto los que abordando la senda señalada por la anciana, la habían seguido en pos de un tesoro que decían, doblegaría la voluntad del hombre más cauto y sensato.
Once figuras en total contandola a ella, se habían adentrado en las peligrosas lindes de la pesadilla cuando el amanecer bañaba de naranjas los costales más altos y las cimas nevadas del Rosanta Grande, mientras el Rosanta Pequeño y sus campos y valles colindantes, se desteñían perezosamente de los abundantes azules y añiles con los que habían sido manchados durante la noche. Sobre tan hermoso escenario se estaría ocultando ahora mismo el sol buscando su merecido descanso, dejando tras de sí un mundo plagado de verdes y rojos encendidos que estaría siendo hollado por conejos, ciervos, venados y jabalíes, por aves, y quién sabe si medido también palmo a palmo por alguna alimaña o rapaz que anduviera tan tarde aún hambrienta.
El astro rey buscaba el ocaso y la oscuridad los estaba engullendo. Los presagios eran negros. En el vientre hediondo del pantano el atardecer deformaba las figuras y amasaba las formas mientras devoraba la poca luz que quedaba con afán y glotonería de chiquillo, tiznando de lóbregas sensaciones los jirones de niebla que les envolvían. Unos pasos más y se adentrarían inevitablemente en la oscuridad más absoluta, en su reino y en sus peligros, quedando a su merced.»
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