Seguimos dando contenido a la etiqueta «El viento que susurra en la colina», esta noche con un preciso texto de... Bueno, hoy tampoco importa.
«Los golpes resonaban en la herrería. El vapor de agua inundó el aire cuando un fornido Bram introdujo el hierro candente en la cuba junto al yunque. Su padre, sentado a poca distancia, revisaba las cuentas de los materiales y las deudas pendientes alternando su atención con el trabajo que realizaba su hijo, mientras sujetaba con los dientes una gastada pipa de madera.
—Esta noche continuaremos con tus lecciones. Has de afinar las dos reglas básicas para poder realizar tus cálculos mentalmente, sin necesidad de escribirlos. Esto te facilitará las cosas: podrás negociar mejor el precio de los materiales, será más difícil engañarte y además podrás ayudar a otros.
Bram respondió con un automático "Sí, padre, esta noche”. No quería apartar la vista de la azada que estaba realizando, tenía que controlar el filo del extremo y la ligera curvatura de la hoja. Hacía meses que no necesitaba que le diera más lecciones, no le costaba ver en su mente los números y hacer sumas y restas sin problemas. No quería hacer sentir mal a su progenitor con el peso de saberse cada vez menos necesario y no le había contado su pequeño secreto.
Aun así, imaginaba que sus capacidades no eran tan desconocidas. Entre ambos habían mejorado el flujo de aire a los hornos de la pequeña forja que les daba de comer y que, ante alguna apreciación que Bram había hecho de vez en cuando, la cara de su padre había pasado de ignorar con un ademán las ideas a tenerlas en seria consideración. Quizá no fuera más que un juego entre ambos, pensó el joven al tiempo que examinaba su trabajo y sonreía satisfecho.
Se levantó y echó un vistazo a la pieza finalizada. Lanzó un pequeño gruñido de satisfacción y palmeó a su hijo en el hombro. A continuación anunció que se retiraba a casa. El joven le vio marchar y aprovechó la soledad para sacar del interior de un bolsillo una pequeña medalla. Se sentó a la mesa, saco un punzón y un bruñidor. Remarcó las dos letras que ya había señalado, con un pequeño cincel dividió la pieza en dos y pulió bien ambas partes hasta que brillaron.
Un vistazo rápido al libro de cuentas le permitió encontrar un pequeño error que corrigió. Las dos únicas personas que sabían de su facilidad tanto para los números como para escribir eran su madre y su mejor profesora, Lilian. A escondidas ella le había enseñado a leer y a escribir y él había sido un alumno muy aplicado. Una sombra se cernió sobre su faz; si el Conde se enterara de su relación, ambos tendrían muchos problemas. Lo que le sucediera a él mismo no le preocupaba tanto pero temía por Lilian y por sus padres.»
Publicar un comentario