El peor momento era siempre cruzar el
arroyo. Los bancales se amontonaban, pulcramente escuadrados, rodeados
de muretes de piedra, en sus orillas, justo bajo la balsa, y había que
bajar unos cientos de metros por el sendero, entre surcos bien labrados y
brotes verdes alineados en el barro, hasta un remanso de una decena de
metros de ancho en el que el agua apenas cubría un par de palmos por
encima del tobillo. Las algas se agarraban al fondo y parecían
cabelleras verdes que la corriente peinaba, el agua limpia centelleaba
bajo uno de los dos soles (el otro ya casi se había puesto) y una hilera
de piedras sobresalía, de orilla a orilla por encima de la superficie.
Los niños ayudaban a sus familias en los huertos, luego, al caer la
tarde, cuando las tareas más duras habían terminado, se iban a jugar por
los campos de los alrededores, entre las rocas en las que resonaba el
eco de la algarabía infantil.
Tubuk
no iba a jugar con los otros niños. Tenía sus propias diversiones desde
hacía semanas y, de todas formas, nunca se había sentido muy a gusto
con los chicos de su edad. Era algo más pequeño que ellos y por eso se
metían con él. A ellos les gustaba correr por los montes, escalar las
paredes del vallecito en el que se enclavaba Subutar, el poblado, y
tirar piedras a los mirlogones que se posaban en los arbustos para cazar
bichejos.
Tubuk prefería irse solo a explorar entre las rocas, subía a la Cresta del Dragón y se perdía entre los vericuetos de las peñas desnudas. A pesar de que sus riscos eran un desafío, incluso, para hombres hechos y derechos, él trepaba ágilmente con sus manos y pies desnudos. Desde allí veía ponerse a Papá Sol, la inmensa bola blanca, y luego, más pequeña y de color rojizo, a Mamá Sol.
A Tubuk también le gustaba, por las noches, escuchar al Viejo Nu’Shakka contar las antiguas historias sobre cómo se creó el mundo, y el cielo, y sobre cómo los dos Soles tuvieron multitud de hijos: los dragones. Pero Tubuk nunca había visto un dragón, ni su padre, ni su madre… y ellos le contaban que los abuelos tampoco los vieron. Al Viejo Nu’Shakka le gustaba que Tubuk escuchara sus cuentos y, en varias ocasiones, le dijo a su padre que permitiera al chico pasar con él algún tiempo, que le enseñaría a grabar Signos en las paredes de piedra y en las cortezas de los árboles para proteger a Subutar de la sequía y las tormentas de arena, a recolectar plantas y animales en el desierto para componer bebedizos con los que sanar a sus convecinos, y le contaría el amplísimo repertorio de cuentos, mitos y leyendas de la aldea, con los que les recordaba quiénes eran, de dónde venían y a dónde, si no tenían cuidado, podían acabar yendo. Pero Thumuk, el padre, decía que lo necesitaba en el huerto, ayudando a sostener la casa, que no eran ricos y que la hermana de Tubuk era todavía muy pequeña para hacerlo.
—Tubuk ¿no cruzas? –le dijo Habb’Ubur desde el otro lado del arroyo. Habb’Ubur era el mejor amigo de Tubuk, casi el único, en realidad. Era hijo de los vecinos de bancal de su padre y ayudaba a su familia a cultivar los huertos familiares, como él. A veces jugaban juntos junto a las acequias o a la sombra de las higueras del vino y a veces Habb’Ubur escuchaba las historias que Tubuk inventaba, copiando los gestos, las palabras y el sonsonete que ponía el Viejo Nu’Shakka cuando recitaba.
Tubuk negó con la cabeza, mirando a Habb’Ubur. Luego señaló con el dedo las rocas rojizas que se alzaban a ambos lados del vado. Una, dos, tres, varias cabecitas asomaron de ellas. La más alta de ellas tenía mechones dorados entre los negros cabellos que enmarcaban el rostro cobrizo de un niño. Era Messam.
De «Tubuk y el dragón», Juan Cuadrado.
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