Los piratas siempre han sido de paladar exigente en las cosas que les rodean, hasta el punto de que a veces, por no tasar adecuadamente el compromiso entre «gusto» y rentabilidad, han acabado dando con sus huesos a los pies del cadalso.
Gente poco humilde y muy dada a pasear sus ganancias —incluso a perderlas en una partida de dados—, desde que el hombre es hombre, el pirata no ha dejado de ser un «gourmet» en el yantar y el descansar, en el folgar y por supuesto en el aparentar. Aunque si tenemos que ajustarnos a la verdad, siempre se ha mostrado exquisito a la hora de elegir sus herramientas de trabajo, quién sabe si consciente de que cuanto mejores fueran éstas, mejor y más largo le iría en la vida.
En sintonía con este espíritu tan característico de la piratería, Alberto nos propone en su juego Piratas del Vacío un capítulo entero donde los jugadores podrán escoger nave y armamento, para disfrutar de la elección o maldecirla por los siglos de los siglos.
Así, a partir de cuatro chasis diferentes (Dagger, Aeros, Zero y Cargo), las posibilidades de armarlos y blindarlos son casi infinitas —así nos lo contaba Alberto—, si no fuera, eso sí, porque como todo en la vida, para ello hacen falta créditos, y abundantes, lo que permitirá articular las aventuras alrededor de la búsqueda de ese tipo de mejoras o «tuneos», que dicen los finolis, bien sea consiguiendo la pasta necesaria, robándola, o apropiándose del cacharro que más nos guste en base a la aplicación de los viejos asertos: ¡porque sí! o ¡porque yo lo valgo!
¡Quién dijo que ser pirata no molaba?
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