Hace un frío insoportable esta noche. El invierno azota con látigo de nieve a una sombra oscura que se agazapa entre las montañas donde va a morir el Old Town y la desembocadura del Hoolson. Como si de una corriente sanguínea ralentizada se tratara, serpientes de luces blancas y rojas parecen avanzar y retroceder por avenidas y calles, alimentando el pálpito de una bestia en engañosa hibernación. El río caudaloso apenas se deja erizar por los vientos, ya que gran parte de su discurrir está congelado. De vez en cuando se oye el sordo aullido de un carguero que se abre paso a través de la ventisca para llegar a la seguridad de los muelles, y es que siempre está pasando algo en la ciudad del hollín, como la llamaban sus habitantes en los días de los hermanos McNatt. La gente de bien se refugia en sus cálidos hogares, pero si has decidido venir a Blacksville es que sabes que la gente de bien está al borde de convertirse en un tópico ciertamente irónico. ¿Qué buscas en la ciudad? Si eres lo suficientemente osado como para responderte quizá sí que estés hecho de la pasta que se requiere para sobrevivir aquí, porque, créeme, el frío es lo último que puede matarte.

A las afueras, al este de la ciudad, está lo que se conoce como Green Heights, idílico lugar en el que vivir si tienes bastante pasta como para permitirte las prohibitivas viviendas unifamiliares. Si te fijas, no hay nadie en las calles de la zona residencial, ni un alma. Claro, hace frío. Pero una segunda mirada denota un detalle que puede resultar revelador si queremos comprender lo que está a punto de pasar. Un tenue destello entre las sombras palpita a intervalos más o menos regulares. En la acera solitaria, el brillo de un pitillo delata la posición de un fantasma. Normalmente en los barrios ricos de Green Heights hay vigilancia privada, y es una lástima, porque al no tener que servir y proteger por principio, sino por paga, es más fácil de sobornar. Curiosamente, hace media hora, el guardia de la garita ha tenido que ir a mear y ha abandonado su puesto. Dentro de una hora está programado que vuelva a tener esa incidencia.

Pero volvamos al del pitillo. De momento no se le ve la cara. Es un ente anónimo en un lugar inhóspito, aunque diseñado para ser acogedor. Sin duda, en los días soleados Green Heights no tiene esa pinta de cementerio postmoderno. Cuando la vista se nos acostumbra a la oscuridad (sólo brilla la luz exterior de la casa que está en la acera de enfrente) observamos que está nervioso. Será el frío. A nadie le gusta hacer trabajos con ese tiempo. Está embutido en una gabardina, el cuello alzado hasta la línea de los ojos. Un gorro de lana le tapa hasta las cejas y por el centro sólo asoma el delator pitillo. Patea el suelo insistentemente. No quiere que se le duerman los pies, por si tiene que echar a correr. Obedeciendo al acto reflejo que impone la disciplina de años, cada dos o tres minutos se palpa la sobaquera izquierda para comprobar que el bulto sigue ahí. Fiel amiga de juergas que nunca le falla. Esta noche soltará el discurso de Caronte y de vuelta a casa donde espera el calor de una cama con olor a mujer.

La puerta de la casa de enfrente chasquea y se abre. El fantasma se queda quieto. El corazón se acelera. Por muy larga que haya sido la vida de uno en esto de trabajar a domicilio, la adrenalina nunca se hace esperar. Las fosas nasales se dilatan, la sangre fluye y de pronto el frío deja de ser algo a tener en cuenta. Ha llegado la hora.

De Blacksville.

Introduccion a un epílogo

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sábado, 31 de diciembre de 2011

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