Boris Yeltsin dejó el poder en 1999 con el país en una leve pero significativa tendencia a la mejora militar, política y económica. Las mafias se habían estabilizado (al menos no crecían) y el nivel de vida de los rusos no menguaba, que no era poco. En estas condiciones, tras haberse hecho cargo de la victoriosa Segunda Guerra de Chechenia, llegó Vladimir Putin al Kremlin.
Volodya Putin era un apparatchik del KGB. Un antiguo funcionario del espionaje que dirigió el servicio de inteligencia interior ruso, el FSB, durante la última etapa de Yeltsin. Tenía una cosa muy clara: debía devolver a Rusia el papel que había desempeñado durante la Guerra Fría, de árbitro de la mitad del mundo y de contrapeso a la hegemonía norteamericana. De esta manera, empezó a reconstruir la maltrecha maquinaria bélica rusa y amplió gradualmente las competencias del FSB, con el fin de mantener controlada a su propia población.
Volodya Putin era un apparatchik del KGB. Un antiguo funcionario del espionaje que dirigió el servicio de inteligencia interior ruso, el FSB, durante la última etapa de Yeltsin. Tenía una cosa muy clara: debía devolver a Rusia el papel que había desempeñado durante la Guerra Fría, de árbitro de la mitad del mundo y de contrapeso a la hegemonía norteamericana. De esta manera, empezó a reconstruir la maltrecha maquinaria bélica rusa y amplió gradualmente las competencias del FSB, con el fin de mantener controlada a su propia población.
El asunto tarde o temprano iba a llegar a la agenda del nuevo Gobierno. Muchos de los colaboradores de Putin procedían, como él, del Servicio Federal de Información y habían estado a cargo del desmantelamiento en la época de Kovalyev y en la del propio Putin como director de la agencia. Estaban familiarizados con el tema y, precisamente por haberlo tenido que combatir, habían llegado a la conclusión de que era necesario reconstruirlo, totalmente leal al Gobierno, como herramienta de primer orden en la nueva política de restitución a la Madre Rusia de su perdido prestigio e influencia.
Tenían claro, sin embargo, que no se podía partir de los restos que aún quedaban diseminados en multitud de departamentos. Con Tsitsikov al mando, el viejo gigante se habría convertido en una banda de mercenarios, que oscilaba entre los intereses puramente científicos de su líder, y la más materialista, pura y simple voluntad de sobrevivir.
Desprovisto de financiación e infraestructura, y reducido a apenas un puñado disperso y poco fiable de agentes que no pusieron inconvenientes en venderse al mejor postor. El enemigo se había convertido en el mejor cliente y gracias a eso, sólo gracias a eso, los rescoldos habían podido sobrevivir en la oscuridad a esos desdichados años.
Cuando la política del Gobierno federal, decidida a asegurarse el control de las materias primas estratégicas en Rusia, tropezó con el obstáculo de que algunos agentes colaboraban ocasionalmente con las empresas rebeldes a Putin (y a sus allegados), empezó a plantearse seriamente la necesidad de un nuevo servicio, pero esta vez absolutamente fiable y leal.
Fue en estas circunstancias cuando Putin comenzó a pensar en un futuro jefe para su nuevo proyecto y se le ocurrió (¿por qué no?), el nombre de Matyugina.
3 Comments
Joer, a esta entrada le falta la música de A la caza del Octubre Rojo.
¡Música, maestro!
Y todo sin decir ni una sola vez la palabra que todos tenemos en mente, en la sombra. Ni Mencionar la consonante que la define.
¡¡Maestros!!.
Me encanta...
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