Los ojos escarlata escrutaron las calles blancas y grises, tratando de divisar algo
desde el lugar donde se encontraba amparado, resguardado de la crudeza
nocturna de nieve, viento y frío, que asolaba la gran ciudad.
La
noche resultaba plomiza, cargada de ecos y de llamadas que retumbaban en su
pequeña cabeza esférica; movió las plumas y alzó ligeramente las alas para
volver a recogerlas sobre la espalda y seguir mirando hacia abajo, para
continuar buscando desde la atalaya, con el cuello estirado, atisbando el mundo
desconocido sin mover un solo músculo.
Dios
había llamado a los Titanes por su nombre, uno a uno, y el suyo había sido
mentado en primer lugar. Lo sabía bien, por eso estaba allí. El momento había llegado.
Su antagonista deambulaba ya por el interior del extraño tabernáculo de hormigón y piedra, plagado de paredes
iridiscentes y elevadas columnas negras, buscando presas que llevarse a la
boca, mientras él se entretenía en localizar al elegido para llevarlo hasta el
altar del sacrificio donde habría de tener lugar su inmolación, porque su papel consistía en ser el leal escudero de un adalid perdido y sin rumbo que no era consciente de su destino.
Giró
la cabeza y trató de escuchar las llamadas que surgían de los vanos y muros, de las
ventanas, y miró de nuevo hacia abajo, perdiendo vertiginosamente la mirada entre la
inmensidad de la gran avenida blanca que recorría el círculo de fuego de parte
a parte, atravesándolo como una enorme lanza encendida. Noche extraña aquella en la
ciudad del fin del mundo, punto y aparte donde habría de librarse una batalla desconocida
para los hombres e intuída por los inmortales que la habían preparado desplegando piezas, avatares o querubines de deidades menores que se habían apresurado a responder
a la gran llamada, y previendo los movimientos del adversario.
Entornó
los ojos y la incandescencia de su interior se volvió mortecina presencia en
lo alto, sólo visible para los que atentos a los umbrales, y a quienes por
ellos llegan, caminan precavidos y atentos a lo que ocurre en el seno de las
madrugadas, esperando a los ejércitos que habrán de surgir para arrasar los
campos de batalla y llenarlos de sangre y cadáveres.
Noche
tranquila aquella en el tablero de ajedrez blanco —los fractales negros no
habían surgido aún para tachonar de contrastes su superficie; cuatro a cada lado,
treinta y dos en total, alternándose con los blancos pozos de vida para
completar el número mágico—, donde se definen las fronteras y se mueven los
peones mientras los lugartenientes elucubran caminos y atajos que habrán
de otorgar la victoria deseada que reclama las manos
ejecutoras que los han mandado a que venzan a la muerte.
El cuadrado blanco ya está colocado a la derecha. La reina se intuye situada en su color, marcando el lugar donde se dará inicio al precipicio.
Las torres, apresuradas, corren por las calles tomando posiciones, mientras alfiles y
caballos se acercan al terreno de juego donde los peones libran las
primeras escaramuzas.
El
ruido de un camión de basura le sacó de su ensueño y volvió
a extender las alas, y aleteó con fuerza sin moverse de la cornisa, removiendo
la nieve que le rodeaba, mientras veía a los hombres que retiraban los enormes
contenedores y los sujetaban a los arneses del mecanismo del camión para que
éste los devorara. Observó cómo lo hacían, cómo se retiraban luego, y cómo marchaban
después, y se sintió embriagado por las luces ambarinas y naranjas mientras se fundían con el
fondo en gris almibarado, y entonces divisó una figura que avanzaba deprisa abriendo el manto blanco que
tapaba el asfalto, envuelto en una cazadora gris liviano como sus ojos, que se
movía al amparo de la pared llena de portales que encerraban verdades
y mentiras que jamás se relatarían sino a los entendidos.
El
fiel de la balanza se había movido ligeramente hacia un lado. El peso inestable
de su instinto le puso en alerta y escudriñó el aire diáfano de la noche blanca
buscando la verdad oculta, aquella que mira a la cara y se muestra como esquiva
advertencia. Escuchó de nuevo las paredes y ventanas que esparcían alocadas sus secretos al viento, y se alzó en
toda su envergadura para seguir con su mirada cargada de fuego el silencioso
andar de aquella figura.
Y escuchó, y supo que la espera había terminado.
De Foxtrot en Babilonia.
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