Nací en el pasillo de ropa interior de un supermercado, al fondo, concretamente a los pies del estante de bragas de nylon con felpilla, sección oportunidades, donde se podían encontrar en paquetes de a seis culeros que no compraría nadie, por el precio de medio dólar. Una ganga, todos talla M. Verde pistacho, verde mamba, fucsia irreverente, azul sueño, gris arrebato y negro sombra; ni soñar con conseguir uno blanco si no te separabas dos metros de donde di mis primeros pasos con algunas dificultades.

Andar no resultó complicado, levantarme sí. Una vez en pie, sólo tuve que estar atento a que la cabeza no bailara demasiado sobre mi cuerpo, porque si le tomaba la delantera me encontraba siguiéndola hasta que algo me paraba, y si mis ojos apuntaban al techo, terminaba tumbado de espaldas en el suelo del corredor. Sus movimientos laterales me dieron algún problema, sobre todo al principio, pero al cabo conseguí dominarlos y aprovecharlos para cambiar rápidamente de rumbo. Inclinaba la cabeza a un lado y tenía medio giro conseguido, lo mismo que si lo hacía hacia el otro. Sólo tenía que estar atento a que la inclinación y la dirección de mis pasos coincidieran, asunto que logré dominar para cuando atravesé la puerta de acceso al parking.

Entre los coches y los carritos de la compra abandonados, descubrí que el quid de que la cabeza se mantuviera en su sitio, no consistía tanto en intentar dominarla, como había tratado de hacer hasta aquel momento, sino en compensar sus vaivenes con el movimiento del tronco y los brazos mientras mis piernas se movían.

Aprendo rápido y me aplico, y dejé de parecer una marioneta sin hilos en un pispás. Antes de perderme en la avenida sentí que caminar era mucho más sencillo de lo que pensaba: bastaba dar pasos comedidos, cortos pero rotundos, para que el cuerpo, los brazos y la cabeza, se mantuvieran en su sitio alcanzando su armonía natural. Todo era una simple cuestión de renunciar a tener prisa, en una palabra, y a pesar de que los temblores me sacudían de arriba a abajo, me dispuse a dominar el terreno que gobernaban mis ojos como si fuese un auténtico macho alfa. Fue así como encontré a mis congéneres.

Eran tipos que vagabundeaban por las calles como yo, pero como si nada fuese con ellos. Te los cruzabas, te miraban fijamente como si te conocieran de algo, y soltaban un ¡grreeef! a modo de saludo y reconocimiento. Si les interrumpías o molestabas en algo, gruñían ¡grrrrref! o ¡grref, grreef? de forma ostentosa y altanera. Y si les hacías gracia, proferían: ¡gref, gref, gref!, mientras te señalaban con el dedo.

Bien, nuestro idioma común no parecía complicado, y dominados los rudimentos del movimiento y el habla, comenzaron a asaltarme profundas dudas: ¿de dónde venimos; adónde vamos; qué será de nosotros, ay Señor?

Ante el asedio de tanta interrogante comprendí de inmediato que a pesar de mi aspecto yo era un ser superior, y sentí por primera vez la fría tenaza del miedo, por qué negarlo si en el fondo todos la sentimos. Instintivamente supe que debía buscar aliados en mi conquista del mundo, amigos, hombros en los que confiar, sombras donde cobijarme, pero llovía y se hacía de noche, y lo dejé para mejor momento mientras la sección de bragas de ocasión, el lugar y el momento de mi alumbramiento, se perdía en el tiempo como lágrimas en la lluvia...

De Balthazar Black.

Arrogancia

Publicado el

martes, 29 de enero de 2013

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