El otro gran poder de cada localidad era, por supuesto, el eclesiástico, que reproducía la misma estructura que tenía en España: parroquias, arciprestazgos y diócesis. Las diócesis llevaban aparejadas una catedral y estaban instaladas en las grandes ciudades: Santo Domingo fue el primer obispado creado en América y en seguida seguirían otros como La Habana, Santiago de Cuba, Panamá, México, Cuzco…, al mismo ritmo que progresaba la conquista. En cualquier caso, no habrá localidad española que no cuente, al menos con una iglesia y un cura, normalmente regular, a su cargo, compartiendo las condiciones de vida de sus conciudadanos, sean estas miserables u opulentas.
Evidentemente, el cumplimiento de las obligaciones religiosas es algo que se da por supuesto, incluso en aquellos que llevan vidas poco edificantes y, paradójicamente, se trata de una religiosidad sincera. Alonso de Ojeda, quizás el espadachín más temido y cubierto de sangre ajena de su tiempo, fue también llamado el Caballero de la Virgen por su profunda devoción mariana, y la religiosidad de los marineros e incluso de las mujeres de mala vida, estaba fuera de toda duda. Por otra parte, esto no era extraño, pues sólo los cristianos viejos de sangre limpia estaban autorizados a embarcar para las Indias, por más miserables que fueran, mientras que los conversos o sus descendientes, tanto de judíos como de musulmanes, eran sistemáticamente excluidos de cualquier viaje (salvo que mediara un sustancioso soborno en la Península).
Los primeros tiempos de la conquista fueron muy duros pues la escasez de productos elaborados y la falta de adaptación de los españoles a la dieta y al clima locales hicieron muy penosa la vida en la colonia. Faltaban el vino, el aceite y la harina, pues ni la vid ni el olivo ni el trigo se adaptaron nunca bien a las condiciones del trópico. Aparte, muchos objetos tanto de uso diario como suntuarios no llegaban en buenas condiciones ni en número suficiente para satisfacer la demanda. Además, el férreo control que la Casa de Contratación de Sevilla ejercía sobre el tráfico transatlántico desde 1503 limitaba aún más las posibilidades de abastecimiento, todo esto, por supuesto, redundó en favor de los contrabandistas, primero españoles y portugueses, y luego extranjeros que tanto menudearon a lo largo de la historia de la colonia.
Los buenos artesanos, por tanto, podían ser muy preciados y valorados dentro de sus comunidades y un buen taller con cuatro o cinco indios trabajando y un maestro español a cargo, acababa siendo muy rentable.
Los primeros colonizadores eran soldados y marineros, de forma que al mismo tiempo que ellos, llegaron los vicios que los acompañaban. Lupanares, tabernas y garitos pronto llenaron las ciudades españolas en el Nuevo Mundo con la caterva de golfas, tahúres, taberneros, rufianes y demás canalla de medio pelo que abastecía a los lugareños de algún esparcimiento, aunque no fuera más que mentiras, vino agrio del viaje a través del océano y mujerzuelas. Estos mentideros, sin embargo, son los lugares en los que se comparte la información, los rumores y donde se organizan las expediciones futuras, mucho más que en los despachos de los funcionarios reales. Al abrigo del ambiente turbio de estas covachas, se consiguen los apoyos o se ganan las enemistades, se fraguan amistades o nacen inquinas, corren las noticias y los rumores. En definitiva va a ser el sitio ideal para que unos PJ novatos se busquen la vida sin más armas que su valor y su ambición.
Otra parte importante era la vida comercial y portuaria. Las tiendas dependían para todo de las importaciones que se traían de Castilla o de los contrabandistas. Evidentemente, éstos no hacen acto de aparición hasta que el tráfico no empieza a menudear entre la Península y las Indias, ya pasada la vuelta de siglo. Antes de esa fecha, el contrabando será de escasa envergadura y casi siempre disimulado en las naves oficiales que la Corona mandaba desde Europa.
Los alguaciles, por orden de los alcaldes o corregidores mantendrán el orden en establecimientos y puertos, para evitar abusos, pero normalmente serán tan ridículamente fáciles de sobornar como sus venales jefes. A fin de cuentas, a principios de la colonización la necesidad apretaba igualmente a todos los súbditos de Su Católica Majestad.
De Veragua [antes Tierrafirme].
1 Comment
Y luego diran de los westerns. hasta nosotros inventamos eso. No se si me explico ;)
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