Dicen que, en plena Ley Seca, cuando Gerald Petroni entró por primera vez en el despacho del alcalde para ocupar el sillón que había ganado contra todo pronóstico a Joel Irving, puso los pies sobre la mesa y pidió una botella de bourbon y una caja de Montecristos, y mandó que se enviaran otras tantas botellas y cajas de puros a los respetables contribuyentes de su campaña, todos ellos con apellidos que sonaban a marca de macarrones. El buen alcalde decía que había que ser agradecido con los amigos, aunque estaba claro que la deuda no estaría saldada sólo con una botella y una caja de tabaco caro. Eso no era más que el principio.

A los doce días de la toma de posesión, Ethan Lisher, brillante comisario del distrito de Mulholland y principal adalid de la acción policial contra el tráfico de alcohol, tuvo un lamentable percance doméstico y ardió junto con su familia en su casa de las afueras. La versión oficial fue que se quedó dormido en la cama con un pitillo encendido, aunque muchos de los que lo conocieron en vida aseguraban que había dejado de fumar seis meses atrás. A los veinticinco días, el Departamento de Asuntos Internos destapó, como por arte de magia, una importante red de corrupción que implicaba a un buen número de, presuntamente intachables, inspectores de policía, todos ellos con las narices metidas en asuntos de prostitución, abuso de autoridad y consumo de alcohol. Otro dato curioso: el desaparecido comisario Lisher fue sustituido en el puesto por un, hasta entonces, gris Leon Truste, íntimo amigo del cuñado de un tal Lucas Zanebono, sí, uno de esos con apellido que suena a marca de macarrones.

Parecía que el mandato de Petroni se estrenaba convulso, porque a los tres meses de la jura del cargo ante el pleno de concejales, la Biblia y la Constitución de los Estados Unidos de América, el fiscal del distrito Charles Dancuii se vio obligado a ceder su puesto por razones de estrés. Al parecer era incapaz de hacer frente a los casos pendientes por razones estrictamente personales. El alcalde en persona, no sin expresión de preocupación y una palmada en la espalda de Dancuii, tuvo de sustituirle por Steve Danston, un respetable jurista con participaciones en el casino Rodeo Terrace y una hija casada con un tal Luigi Calabria que, a su vez, era el accionista mayoritario de dicho casino. Mientras, Dancuii pidió la excedencia para dedicarse a su familia y sus aficiones, entre las cuales podía contarse cierta afinidad sexual con menores que no hubiese influido muy positivamente en su carrera profesional. Con razón estaba estresado, pero podía estar seguro de que, al ceder su despacho al sustituto adecuado, sus secretos iban a estar a salvo.

Quizá esas primeras semanas, puede que meses, se caracterizaran por cierta falta de sutileza, pero todo el mundo sabe que Blacksville es una ciudad de contrastes radicales. Quien crea que la corrupción estaba generalizada al amparo de la sonrisa bonachona de Petroni, se equivoca. La idea es más cuestión de calidad que de cantidad. Un comisario por aquí, un fiscal por allá, algunos jueces, periodistas…, en definitiva, un proceso exhaustivo que abarcaba todos los estratos de la sociedad en sus puntos clave. Una vez el mensaje estaba lanzado, sólo había que esperar a que cuajase en el resto. Poderoso caballero es Don Dinero, y de eso los italianos, a la sazón claves para los planes que tenía el Tío Sam de quitarse de en medio a Mussolini, influyentes y respetables ciudadanos de la noche a la mañana, tenían para dar y tomar.

El problema de crear un monstruo es que si dejas que medre se hará más grande y cada vez querrá que le des más de comer. El cuarto mandato de Petroni terminó abruptamente en 1941, cuando fue hallado en un callejón de Pinery tendido en el suelo degollado junto con dos de sus guardaespaldas. Al parecer nadie sabía qué se le había perdido en el distrito más peligroso de la ciudad, pero tampoco es que se hicieran demasiadas preguntas. Bill Fontaine, de profesión multimillonario, no pudo evitar pronunciar un «se lo tenía merecido el muy bastardo» por haberle puesto todas las trabas habidas y por haber con una licencia de juego que se disputaba con alguno de los DiTesta (no me preguntes cuál, porque son tantos primos, padres, hijos, nietos y sobrinos que todos me parecen lo mismo). El motivo de sus dolores de cabeza había desaparecido, o al menos eso creía. A pesar de este tipo de sentimientos, que no eran escasos, el buen alcalde dejó un legado más valioso de lo que se hubiese imaginado en vida.

Había establecido las bases burocráticas y administrativas que las subsiguientes alcaldías mantendrían hasta finales de siglo. Las actividades que antaño habían vivido en la clandestinidad de la trastienda se habían desplazado al escaparate. Ahora las barreras eran más permeables y ya no hacía falta tener en nómina a un pez tan gordo y llamativo. Los que vinieran después sabrían cuáles eran las reglas y serían respetuosos si querían ser respetados, o, lo que es lo mismo, si no querían acabar en algún callejón de Pinery con un mal corte. El que mejor encarnó esta política del laissez faire fue Jack Goldberg, tan gris y judío que se contentó con engordar su cuenta corriente sin meter su ganchuda nariz en asuntos italianos. Al menos, todos lo recuerdan hoy como quien inauguró el primer aeropuerto civil de Blacksville, que se bautizó como Aeropuerto internacional Gerald Petroni en una pomposa ceremonia a la que asistieron los mismos que habían sugerido su funesto desenlace.

Pero toda condición forzada es una condición de doble filo.

De Blacksville.

Érase una vez en Blacksville

Publicado el

jueves, 17 de mayo de 2012

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