La evocación del viejo Imperio de Roma nos trae imágenes de gloria y de conquista, de legiones invencibles y de césares todopoderosos, pero la historia de Roma también contó con momentos de peligro y convulsiones que casi dieron al traste con su misma existencia. La falta de un criterio dinástico a la hora de sucederse los emperadores en el trono, la ambición de los poderosos generales y la presión de los enemigos externos hicieron que el siglo III de la era cristiana fuera una época de casi continua guerra civil y de profunda crisis económica. Las tribus germanas de más allá del limes danubiano, agitadas por las intrigas de Hlawroth, el rey elfo de Hercynia, se abatieron una y otra vez, sin descanso, aun sufriendo abultadas derrotas, sobre el Imperio y consumieron sus mejores recursos en hombres, energías y riquezas. Las viejas familias senatoriales fueron perdiendo poder político y cada vez más, fueron los más enérgicos militares, casi siempre medio bárbaros, los que impusieron un sistema de gobierno más y más autoritario sobre los restos de la vieja república itálica.

Diocleciano creó una nueva estructura para el Imperio, dividió sabiamente el poder entre cuatro coemperadores y consiguió restituir el amenazado prestigio y poder del Imperio: derrotó a los persas junto al Éufrates, invadió el mismísimo reino élfico de Hlawroth y le impuso una paz que éste sintió como humillante, detuvo el derrumbe económico y, sobre todo, contuvo las rebeliones militares. Sin embargo, cuando el viejo y cansado Diocles (el verdadero nombre de Diocleciano) se retiró a descansar a su palacio junto al Adriático) las luchas y las guerras entre sus sucesores comenzaron y tras varios años de agitación, un nombre surgió del caos. Ese fue Constantino, el cristiano Constantino, que con su mezcla de astucia, vigor y arte militar pudo imponer su poder sobre un Imperio unificado. Como culminación de su obra política, Constantino quiso fundar una nueva Roma y con ello quiso dar un nuevo impulso al viejo y pagano Imperio, transformándolo en uno nuevo y cristiano. A la nueva urbe, fundada sobre el solar de una vieja colonia griega, entre Asia y Europa, entre el Ponto Euxino y Nuestro Mar, se la llamó Constantinópolis, que con el tiempo devino en Constantinopla.

La familia Flavia, la de Constantino, no era precisamente apacible y tras su muerte se sucedieron las luchas entre sus descendientes. Paradójicamente, habiendo sido el propio Constantino quien hizo cristiano al Imperio, fue el último augusto de su estirpe, Juliano, el último pagano en ejercer la más alta magistratura del Imperio. Desde él, el paganismo, aunque minoritario y recluido a las clases más altas y tradicionalistas, se ha mantenido como una religión viva, a pesar del incesante apoyo de los emperadores al pujante cristianismo.

De D.

La agonía del imperio

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lunes, 20 de agosto de 2012

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1 Comment
Deka Black dijo...

¡Anda, si yo conozco ese sitio! Las Médulas. De hecho y aunque por poco tiempo, he vivido en el Bierzo que recuerdos...

Pero estoy divagando. A lo que iba. me gusta este fragmento. Indica muy bien lo que evoica el imperio romano: Poder y decadencia unidos como inseparables amantes.