Así como el Padre Cabanillas es una institución en Ragnarok, aunque de manera radicalmente diferente, el Servicio M vaticano lo ha sido para Mutantes en la Sombra, porque de una u otra forma siempre ha sido parte ineludible del acervo común de los jugadores y Árbitros de Juego.
Alguien se preguntará que qué tenemos con la Iglesia, pero sea cual sea la respuesta, en la tercera versión de nuestro veterano juego, obviamente no podíamos dejar de lado la existencia del que tal vez sea el Servicio M más oscuro, enigmático y posiblemente más arcano de todos los organismos que utilizan mutantes para sus fines. Con todos ustedes, un pequeño aperitivo.
«El hombre sudaba. Su cara regordeta, sus manos, las cuencas de sus ojos. Sudaba mientras pasaba nerviosamente las fotografías.
El hombre era alto, corpulento, de tez rubicunda y perfumado cabello blanco. Apenas pasaba de los sesenta años, y además se había cuidado a lo largo de su vida, y su hermoso traje, nuevo y a medida realzaba más, si cabe, su imponente y magnífica figura en la butaca de cuero marrón, tras el escritorio de caoba.
El hombrecillo que tenía enfrente era de su misma edad, pero pequeño, delgado, nervudo, más avejentado, de cabello gris y rasgos orientales. El hombrecillo sonreía, afable, casi dulcemente, con la boca, enorme, y con los ojos. Y su traje gris le sentaba horriblemente mal. El hombre grande seguía pasando fotografías.
—He de reconocer que su labor ha sido meritoria… —guardó un segundo de silencio— …y cumplimentada a la entera satisfacción de la secretaría de la Conferencia Episcopal Norteamericana, pero… —el oriental alzó las cejas, hablaba un inglés perfecto— …a la vista de las pruebas, le recomiendo que dimita discretamente, y se dedique a su familia y a sus negocios. Déjenos en paz a los demás: sea amable y evítenos problemas —sentenció con fatalidad.
El otro no respondió. Sudó otro medio litro más y giró una de las fotos hasta invertirla. ¿Desde qué ángulo la podían haber hecho, en aquel motelucho del diablo...? ¿Y cómo se habían enterado de...? Bueno… Asintió calladamente, con expresión de suprema angustia. Miró a los ojos brillantes y afables del oriental, buscando una salida, una ayuda, un consuelo, siquiera una migaja de comprensión o de compasión. Por supuesto que no los halló en aquella sonrisa helada, pétrea, cruel.
—Sabía que lo comprendería, su posición es tan delicada que nos podría comprometer seriamente... No es buen momento para escándalos, compréndalo. Es lo mejor… para todos. Muchas gracias.
El oriental se levantó y salió silenciosamente, ágilmente, como un gato. Sin despedirse. Cuando estaba junto a la puerta, el hombre grande se fijó en la fea arruga que le hacía la chaqueta sobre la espalda. A los curas, como a los militares de carrera, nunca les sienta bien la ropa de civil, pensó.
El edificio que alberga al Officium Pastorale a Defendenda Fide está a la derecha de la Basílica de San Pedro del Vaticano, según se entra en la plaza por la Columnata de Bernini. Primero están las dependencias privadas de Su Santidad, cuyas ventanas dan a la plaza —evidentemente no son estas las verdaderas dependencias privadas— y junto a ellas, unos bloques de oficinas desde las que se gestan los asuntos más mundanos del reino de lo divino. El Officium es una de ellas.
Apenas un ala del edificio, apenas un pasillo dentro de ella, con algunos cuartos no muy grandes que miran al Torreón de Nicolás IV y a los Barracones de la Guardia Suiza. Y una placa, curiosamente la única todavía en latín, que reza el nombre del singular organismo que alberga.
El nombre italiano, que apenas se emplea, es el de Uffizina Pastorale di Defensa della Fide, traducción más o menos literal del nombre latino. En uno de los reducidos despachos, lleno de cajas, carpetas y polvo hasta la pared, con una foto del Santo Padre, ladeada y medio sepultada entre expedientes y papeles, trabaja un hombrecillo pequeño, delgado, nervudo y avejentado de rasgos orientales y sonrisa fácil y simpática: el cardenal Errotaeche, Vicencio Errotaeche; filipino de nacimiento pero uno de los setecientos y pico nacionales de la Ciudad del Vaticano, es, bajo su aspecto afable y ratonil, uno de los personajes más influyentes del pequeño Estado: por encima de él sólo están el jefe de los Servicios de Información del Vaticano, el Secretario de Estado y el Sumo Pontífice. El Officium, o como dicen los lugareños, Defendenda Fides, es nada menos que el Servicio M de la Iglesia Católica. Los más secretos de entre los herméticos Servicios de Información vaticanos. Los más ocultos, los más peligrosos.»
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